Crisis de los balseros en Cuba

Foto: De la autora

¿Cuántas vidas tiene un balsero?

21 / abril / 2017

Ernesto no se llama así, pero si revelara su nombre, no me lo perdonaría. Cuando conozcas su historia entenderás el motivo. Solo puedo decirle que tiene rostro de Alain Delon y unos brazos como Mijaín López. Encima de su motocicleta parece un gigante embotellado pero eso no le impide ser botero, como le llaman en Cuba al que hace labor de taxista lo mismo en un almendrón que en una moto.

Sin embargo, Ernesto es algo más que un simple botero fisiculturista. Es un ingeniero naval empírico que ha construido más de una lancha a prueba de olas con el firme propósito de conocer otras realidades.

Él no sabe a ciencia cierta cuándo le nació la idea de irse. En el 94, plena crisis de los balseros, todavía era muy joven, apenas un adolescente que comenzaba a presumir, a hacer mucho “hierro” para mejorar la figura. En ese tiempo nació su hermana, y la situación les apretó el zapato a todos en la casa. Tanto, que sus sueños de estudiar Medicina se fueron a bolina, porque había que luchar duro para ayudar a la abuela, con quien viviría desde entonces.

No obstante, alcanzó a terminar el preuniversitario y a partir de ese momento se vio unas veces de pescador, custodio, otras de dulcero, pero siempre trabajando; “hasta que me di cuenta de que aquí por mucho que te sacrifiques, nunca vas a tener nada, aunque tengas tres trabajos. Y me desencanté. Creo que fue entonces cuando decidí irme. Ya te digo, a mí me gusta mi país porque es tranquilo, porque aquí nací, pero si no tienes dinero, no vives. No te puedes dar un gusto, porque los salarios no alcanzan ni para lo elemental”, sostiene.

Animados por la política de pies secos-pies mojados, recientemente derogada por la administración del ex-presidente norteamericano Barack Obama, miles de cubanos se han lanzado al mar en pos del sueño americano; pero, sobre todo, con el objetivo de lograr mejoras económicas y la perspectiva de un futuro diferente. Muchos nunca llegaron a la meta. Sin embargo, eso no fue óbice para que Ernesto lo intentara… más de siete veces.

“Aprendí a armar las lanchas, viendo cómo lo hacían otros, observando los detalles. Si tengo todas las cosas, con cinco días me basta para hacer una y me queda buena, mejor que muchas de las que ves todos los días en el río.

“En cada empate hay que poner papel de techo y coger las planchas de metal con tirafondos. Al final se sella con un pegamento especial, y te garantizo que no hace agua”. Pero luego viene la prueba de fuego.

Ernesto recuerda la vez que más cerca estuvo de alcanzar su propósito. Fue una noche tensa. Tenían la lancha en el camión, pero había que llegar a la costa sin levantar sospechas. “Hermano, ponle el pie en el acelerador y no pares hasta que lleguemos”.

A lo largo de la carretera, en distintos puntos, solo conocidos por los convidados, se ubicaron los hombres, atentos al paso del camión. Apenas una ligera disminución en la velocidad y ya estaban arriba. Ese día eran 18.

“Pero cuando llegamos a la costa, la gente se me aflojó un poco. No tenían fuerza para bajar la lancha. Estaban nerviosos. A mí las gotas de sudor me corrían, prácticamente era yo el que estaba haciendo el mayor esfuerzo y tuve que soltar unos cuantos disparates pa´ que se activaran.

«Vamos, esto es p´arriba y pa´bajo, ¿o ustedes no son hombres?». “Yo también estaba tenso, pero a esa hora no podía fallar. «¡Vamos, caballero, de aquí pa´l agua, que nos cogen!». “Logramos ponerla en el agua. Tan pronto cargamos el combustible, la comida, y el agua de tomar, la echamos a andar y aquello salió como una flecha”.

La noche estaba clara, y hacía buen tiempo, como había dicho Rubiera en el noticiero. Sin dudas antes del amanecer habrían llegado. Pero a cinco millas de la costa, al celular que tenía el GPS se le agotó la batería. Para colmo, el muchacho que debía llevar la de repuesto, la olvidó con el apuro.

“Ahí mismo le iba a entrar a piñazos, lo que la gente me aguantó, pero le dije hasta del mal que iba a morir. Si no hubiera sido por eso, hubiéramos llegado sin que nos vieran la avioneta o los guardacostas.”

Sin orientación, iban por el mismo centro del Estrecho de la Florida, fue fácil detectarlos y poco después los interceptaron. “Estuvimos cinco días en el barco, y pasamos un hambre tremenda. Imagínate que aquella sopa que nos daban no se podía comer y el congrí de la tarde apenas llegaba a cinco cucharadas y no tenía gusto a nada, ¿y plato fuerte?, ni pensarlo, ¡ah, para ellos sí!, pero no para nosotros”.

Otra vez en Cuba.  Otra vez a botear, a seguir el día a día de siempre, hasta pasar la depresión o hasta que la cachimba se vuelva a llenar tanto que decida armar una nueva expedición al norte.

“A veces nos han sorprendido en el punto de salida, pero no me han cogido, porque pa´ cogerme hay que ponerse un correcaminos en los pies”. En una ocasión tuvo que meterse por el marabú, pero logró escapar. “Después me saqué las espinas en la casa con una aguja”.

Ya casi se había arrepentido de irse, cuando vinieron a buscarlo para armar otro viaje. Todo estaba listo, pero en la víspera los sorprendió la noticia de que Obama había derogado la Ley de Ajuste Cubano. “Tuvimos que desmontarlo todo”, en sus ojos alegres se aprecia el cansancio.

¿Y ahora?, le pregunto, creyendo que tal vez, después de tantos tropiezos, le ha llegado la resignación. “¿Te soy sincero?, eso va a cambiar. Trump no es Obama, pondrán la ley de nuevo y entonces, vamos a ver qué pasa.”

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