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Cultura y poder en Cuba: la recurrencia de una actitud

12 / octubre / 2023

La relación entre las estructuras del poder político y el sector de la cultura en Cuba ha sido tensa casi desde el triunfo del Ejército Rebelde en enero de 1959. En los primeros años, cuando todavía no era visible una ideología oficial en el naciente Estado revolucionario y las facciones que contribuyeron a la derrota de Fulgencio Batista pugnaban por cuotas mayores de influencia, los conflictos entre ellas ganaban intensidad. El cierre o la transformación de las viejas instituciones y la creación de otras estaban signados por la disputa más o menos fogosa de las facciones que buscaban hacerse con el control sobre cada espacio. Muchos de los conflictos pasaban por el campo de la cultura, pues tanto los medios masivos como el arte y la educación eran vitales para legitimar la autoridad de los nuevos actores políticos. 

El Partido Socialista Popular, de orientación estalinista y bastante deslustrado ante los ojos del pueblo ―tanto a consecuencia de la Guerra Fría como por su espaldarazo a Batista y su crítica a quienes asaltaron en julio de 1953 el Cuartel Moncada― fue sin duda muy activo en el proceso, y acaso el que más definidas tenía una doctrina y una estrategia para «conducir» el trabajo intelectual. Su impronta sobre el curso de los acontecimientos que llevaron a la cristalización del Estado socialista en 1976 y que definieron el talante de sus nexos con la intelectualidad, desde el periódico Hoy, el Consejo Nacional de Cultura y la Unión de Escritores y Artistas fue enorme en los primeros años, como notables fueron también sus trances contra el Icaic, el periódico Revolución y su suplemento Lunes…, la revista Bohemia, los pintores abstractos, entre otros. 

Pero reducir tales conflictos a la rivalidad entre organizaciones sería ignorar la naturaleza de un proceso mucho más complejo, que pasaba por viejas rencillas personales y luchas internas dentro de cada tendencia política, por los pactos más o menos secretos entre ellas y por la presión que las potencias hegemónicas de entonces ejercían sobre un país embriagado con la victoria, aunque todavía herido por la dictadura y la guerra.

En el vórtice de una batalla no solamente ideológica, sino además económica y cultural por estabilizar su dominio, el Gobierno revolucionario encabezado por el joven Fidel Castro jugaba a un rudo juego en el que la solución de los problemas de la nación y el restablecimiento de la democracia fueron cediendo de prisa a la necesidad de mantenerse en el poder. La euforia por un triunfo militar contra todo pronóstico en una guerra civil que fue breve y contó con el apoyo casi unánime de la ciudadanía se convirtió pronto en arrogante forcejeo con los remanentes de una sociedad civil republicana y alimentó la discordia con Estados Unidos mediante un progresivo acercamiento al bloque soviético ―que para muchos de los líderes del Ejército Rebelde y del Movimiento 26 de Julio resultó enseguida sospechoso, cuando no defraudatorio―. 

Las nacionalizaciones y expropiaciones, con frecuencia bruscas, contumaces, usadas como recurso para disminuir la fuerza de sus adversarios dentro y fuera del país, condujeron al nuevo Gobierno a una crisis en la cual la «mano amiga» de la URSS pareció ser el único asidero confiable, la única protección frente a la amenaza de una invasión. Pero la amistad vino con sus condiciones e incluso con intentos de derrocar a Fidel Castro apoyados desde la Embajada soviética ―recuérdese aquel oscuro episodio que eufemísticamente se dio en llamar «microfacción»―. Todavía a fines de los sesenta hubo intentos por escapar del oneroso influjo que esa «amistad» acarreaba. La desesperada Zafra de los Diez Millones en 1970 fue el último y más aparatoso fracaso de tales intentos. Desde entonces y hasta entrada la década de los ochenta, la presencia y el control de la URSS en Cuba fueron casi absolutos.

Sin embargo, desde 1959, antes de que Cuba cayera bajo la égida soviética, cierta actitud de las nuevas autoridades fijó las pautas de lo que sería la relación entre el poder político-militar del Ejército Rebelde y los sectores de la cultura y la educación. Una actitud enraizada en la naturaleza de las jerarquías castrenses que se tornó hábito ante la inminencia cotidiana de una pérdida del control: la autoridad incuestionable de los dirigentes y, con ella, el sometimiento de todo aspecto de la vida a un propósito colectivo impuesto ―sin posible réplica― por la dirigencia. Es decir, el autoritarismo.

Podría debatirse cuán pertinente o justo era el propósito que animaba a las nuevas autoridades de la isla, podría analizarse hasta qué punto lo explícito de tal propósito se correspondía con las estrategias que las autoridades trazaban, o con el modus vivendi de quienes en breve lapso se convirtieron en una casta intocable por encima del resto de la sociedad, opaca a cualquier escrutinio y violenta ante la menor crítica. Pero el debate sería tal vez insulso sin un examen de la naturaleza y la evolución de ese poder. La cuestión esencial es el carácter incuestionable de su autoridad, el señorío inconcuso que desde lo militar se ejercía sobre la sociedad civil y la imposición de un telos y un ethos marciales que regían en cada aspecto de la existencia, pública o privada. Lo ideológico, el sistema de ideas y valores con el que bajo la dirección de la URSS se arropó la autoridad nacional merecen, sin duda, un análisis muy atento, aunque acaso se trate de un sistema utilitario, una herramienta de control que los azares de la geopolítica pusieron en manos de la dirigencia y que esta utilizó para calzar el ejercicio omnímodo de su autoridad.

El autoritarismo, sin embargo, es el eje de esas relaciones ―tensas cuando no genuflexas― entre la cultura y el poder político en la Cuba posterior a 1958. Este eje atraviesa por igual el resto de las dimensiones de la sociedad cubana durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, desde lo económico hasta lo doméstico, e impone sobre ellas su profunda y nefasta huella. No ha sido, obviamente, un proceso simple y homogéneo. Hay períodos, etapas en que una u otra tendencia predominaron, momentos álgidos en los que la autoridad se sintió en peligro y actuó ora con rudeza o diplomacia para recuperar su hegemonía. Y hay momentos, pocos, en que la autoridad se supo fuerte y mostró al mundo un rostro magnánimo mientras disfrutaba de su celosamente vigilada estabilidad. Los cambios de rumbo o de discurso, las ocasionales distensiones y los súbitos llamados a cerrar filas contra alguna amenaza ―real o fabricada―, que definen los períodos en la historia reciente de la cultura y la política cubanas, han estado, no obstante, signados siempre por ese eje común: la incuestionable autoridad, la voluntad de quienes detentan el poder por mantener su imperio absoluto.

La naturaleza de la cultura, su dinamismo, su condición inmanente como ejercicio de un pensamiento creativo y autónomo, insatisfecho ante la realidad; esa vocación crítica e indagadora que la cultura hereda de los orígenes de la modernidad y que está en la raíz del arte tanto como en la aspiración de todo ser humano de ser libre fue para el nuevo poder político en Cuba un reto desde los primeros días. Las numerosas regulaciones con que el poder cercó el trabajo intelectual y artístico, los exuberantes discursos que la dirigencia política ha hilvanado pretendiendo acotar la inquietud, la irreverencia típica de los creadores, así como la más o menos solapada estrategia de amedrentar o rendir con dádivas a esos creadores, según conviniese en cada caso, y sobre todo los sonoros conflictos que con frecuencia casi generacional han estallado desde los momentos iniciales hasta la amarga actualidad, más que accidentes aislados o errores imputables al temperamento de algún burócrata obtuso y ajeno al «espíritu revolucionario», son síntomas harto perspicuos, indicadores de un modo de ser consistente a lo largo de décadas, y revelan ―quizá como en ningún otro sector de la sociedad― el carácter tiránico de ese poder.

Es posible advertir en los supuestos «accidentes» o «errores» la costumbre de una vocación atenazadora y la persistencia de un método que excluye del ámbito de lo legítimo cualquier cuestionamiento ―por leve o tangencial que este fuese― a la autoridad, cualquier postura de su interlocutor que no sea la del súbdito, la del ser que se asume insuficiente en sí mismo y, por tanto, necesitado de la tutela que el poder se cree con derecho a ejercer. Sin importar cuántos o cuán graves sean los estragos que ha provocado en su desempeño autócrata ―borrando los eventos sombríos de su historia cada vez que ha tenido la ocasión de hacerlo, o torciendo con argucias su interpretación―, sin rendir jamás cuenta ni admitir el derecho a escrutarlo y revocarlo de aquellos sobre quienes despliega su cruel soberanía de Estado, ese poder se exalta a sí mismo como garante de su virtud, como ente investido por su sola fuerza de plenitudo potestatis para describir la realidad, para filtrar en el tamiz de su raison d’Etat lo expresable y depurar lo imaginable de incómodas discrepancias.

De tal modo que las relaciones entre quienes representan a ese poder o lo detentan y los trabajadores de la esfera cultural solo serían legítimas ―desde la óptica del Estado― castrando a esa esfera incómoda, reduciendo el ejercicio del pensamiento crítico y la imaginación al estrecho espacio que los dogmas de ese poder permitieran en cada ocasión, según su lectura de las circunstancias y de acuerdo a su conveniencia: «dentro de la Revolución todo», dijo el 30 de junio de 1961 en la Biblioteca Nacional el entonces primer ministro Fidel Castro a un grupo de intelectuales, y entre circunloquios, lisonjas y promesas muy rápido olvidadas dijo más:

«Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir, y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie. Por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella».

La cuestión de qué o quién es la Revolución, sin embargo, tanto como la no menos espinosa exigencia de verificar cuáles son los intereses del pueblo y la nación ―¿a quiénes se reconoce como parte de ese pueblo, de esa nación, y a quiénes se excluye; y con qué criterios se decide?― permaneció desde entonces cómodamente oculta, quedando así en las manos de ese poder autodefinido como encarnación sagrada del pueblo, de «la nación entera», el derecho a decidir, sin reparo admisible, sobre los destinos del país y la suerte de sus habitantes.

Es la misma actitud ―y la misma ambigüedad en los términos― que diez años después, el 30 de abril de 1971, con más insolencia pero idéntico espíritu, Fidel Castro hiciera ostensible en la clausura del célebre Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, a propósito no solo de Heberto Padilla y sus defensores, sino de cualquier artista que osara poner en duda el derecho de «la Revolución» a disponer acerca de todo, o la justeza de sus decisiones: «para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional ―dijo entonces el líder―, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad»; con lo cual ese poder cada vez más claramente infalible ante su propia vista, menos abierto a confrontaciones, se adjudicaba no el mero derecho a existir frente a cualquier objetor, sino además la capacidad para dictaminar quién, «de verdad», era escritor, poeta, revolucionario, etcétera; es decir, quién era o no parte de la nación, del pueblo y quién no merecía otro trato que el de «escoria».

La misma actitud y la misma indefinición de los términos que todavía el 24 de marzo de 1990, en una rueda de prensa trasmitida por la televisión y la radio nacionales, tras su regreso de un encuentro con intelectuales brasileños, ostentó: «no vamos a dejar que eso… que haya grietas ni [que] nadie abra grietas aquí. Ni tenemos por qué ser tolerantes con la gusanera y con la contrarrevolución. [...] Ni tendrán aquí ninguna prerrogativa»; una alocución que muchos años después, tras los sucesos del 27 de noviembre de 2020 en el Ministerio de Cultura, se usaría como oportuno aunque descontextualizado prólogo al suplemento especial del periódico Granma en el que los sesgados análisis del oficialismo torpedearon la oportunidad de un diálogo ―que entonces resultaba urgente― con los artistas e intelectuales que, desafiando a ese poder, exigieron el fin de la represión y la censura.

Una actitud que entonces, como tantas otras veces, en lugar de propiciar el debate diáfano y los cambios necesarios en una relación cada vez más tirante y signada por las desilusiones, se escudó como siempre en el peligro que, para esa autoridad habituada a regir sin discrepancias, suponían el pensamiento crítico y la libertad de expresión ―herramientas básicas del trabajo intelectual y artístico―, y optó por despreciar a quienes lo llamaban a capítulo.

Demasiado larga sería una lista exhaustiva de casos similares, fútil quizá ante la pertinacia de quienes se aferran a la imagen de benignidad agredida con que gusta encubrirse el poder en Cuba. Mas la recurrencia de esa actitud —que no es en modo alguno accidental, extrínseca, sino talante distintivo de ese poder—, así como el largo rastro de desmanes que en nombre de una justicia cada vez más vaga y un futuro de bonanzas cada vez menos probable ha dejado el ejercicio sin contrapesos de esa autoridad, condujeron poco a poco a una situación crítica, prácticamente insoluble por la vía del diálogo y la negociación, la cual atraviesa también ―como el poder mismo― todos los aspectos de la vida en la isla. Es una crisis grave, multifactorial y profunda, cuya salida reclama desde antaño cambios demasiado drásticos para que ese poder, rancio en su altiva pretensión de infalibilidad, pueda asumirlos o sobrevivir indemne a ellos; una crisis en la que las autoridades se inclinan de nuevo a garantizar su subsistencia, incluso si para ello deben sacrificar el futuro del pueblo y la nación cuyos intereses alguna vez dijeron encarnar.

La crisis es crónica, acaso terminal. En su gestión, y en la ardua tarea de reconstruir el país ―casi tan dramática hoy como lo fue a inicios del siglo XX―, está en riesgo no solo la menguada soberanía de la patria, sino la vida misma de las personas que en ella habitan. Permanecer ajenos a ese riesgo, ignorarlo por conveniencia o desidia, no es una opción inteligente. Ni es digna ni excusable en un intelectual la evasiva maniobra de mirar a otro lado para no ver el conflicto que se avecina. Cómo será ese conflicto y cuán satisfactorio o triste su desenlace depende en parte de nosotros, dentro y fuera de Cuba.


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