En el primer encuentro la doctora me extendió un manojo de análisis que debía realizar en unos pocos días. Esto solo empieza, me dijo, de cara a un mural de cintas multicolores y consejos de salud, con la imagen de una embarazada “feliz” en el centro. Tenía 12 semanas de gestación y pensé que sería una consulta de rutina. El estrés vendría luego.
Son muchas indicaciones las que nos hacen: controlar la presión, realizar reposo, revisar el peso con frecuencia y llevar una dieta rigurosa rica en hierro y vitaminas, así como el consumo de un grupo de alimentos básicos, con algunos ingredientes “exóticos” para la habitual dieta de los cubanos. Con la receta en la mano mi familia cruzó los dedos y desde entonces se dedica a buscar frutas y verduras de estación; pactaron con carretilleros y vendedores ambulantes y hasta organizaron acampadas en los agromercados en espera de algún valioso cargamento fresco de piñas o guayabas.
Aún más difícil es adquirir las carnes rojas y el pescado, esos personajes ilustres del mercado ilegal. El aumento de mi hemoglobina lo han asumido con la alegría de un récord olímpico. El subsidio estatal de cuatro libras de carne de res entregadas como dieta médica ha sido un apoyo mínimo, porque en las tiendas en divisas el precio es abrumador.
Correr tras pañales desechables (disponibles únicamente en CUC) ha sido otra de las tareas de la familia y le ha causado a mi madre hasta una mirada nostálgica al pasado: entonces todo lo que se necesitaba era gasa y tela antiséptica. El precio de las cunas, los colchones y los coches–solo entregados por el Estado a casos necesitados de asistencia social– superan el salario medio de nosotros, como cubanos comunes. Nuestra gastronomía (plagada de azúcar, harinas y grasas) se me antoja uno de los más grandes desafíos en mi nutrición. Hay que resistir el despliegue de pizzas, panes y embutidos. El problema es que no hay mucho más. Una bolsa de leche, por ejemplo, no baja de 60 y 80 pesos cubanos; porque la que el Estado también me ha entregado subsidiada cada mes no alcanza para mucho.
En la vorágine de los nueve meses, las consultas nunca terminan: genética, nutrición, medicina interna, planificación, ginecología y obstetricia. Y ausentarse puede conllevar a que un equipo médico visite tu casa para analizar la inasistencia, y hasta valorar tu “nivel de responsabilidad” con la gestación. Con tanta insistencia bien que las madres nos podemos sentir seguras.
Lo que sí me ha llamado mucho la atención durante esta experiencia es que a nivel de toda la sociedad el embarazo parece ser solo un “un asunto de mujeres”. En los espacios de atención materno-infantil todavía es escasa la presencia masculina. Las embarazadas son acompañadas por sus madres, hermanas o suegras. Algunas gestantes consideran que no es lugar para hombres; otras simplemente se conforman con la idea de un padre “proveedor”.
“Tienes que portarte bien. En el parto hay que comportarse para que los médicos te atiendan mejor, cooperar en todo y hacer lo que te digan”, me han sugerido varias amigas. La clave está en “aprender a respirar y no quejarse” repiten otras que han vivido un parto “perfecto”, desconociendo que esa filosofía puede justificar prácticas de violencia obstétrica y psicológica.
“En mi caso nunca explicaron qué me iban a hacer. Hasta olvidaron que el padre tiene derecho a estar en la sala de partos. En ese momento una tiene miedo de protestar y recibir una respuesta grosera”, me contó una madre de 34 años.
Hablando con una joven ginecóloga, la especialista me dice que con ideas así “(…) no solo se naturaliza el dolor sino que en ocasiones no se miden las consecuencias psíquicas de determinadas intervenciones durante el proceso de dar a luz, negándose a la mujer la posibilidad de vivir el parto como algo propio.”
“Hay que tener un padrino o al menos «tocar con algo» a quien te vaya a atender”, escucho de una madre adolescente. “Un regalito, una ayudita al doctor, lo mejora todo, porque te cuidan más”. Otra madre veinteañera asegura que no quiere sentir los dolores del parto natural por eso tiene un dinero guardado para que le realicen una cesárea.
“No les hagas caso, que te vuelven loca”, me tranquilizó al fin alguien que también esperaba por un ultrasonido. “Cada parto es irrepetible, nadie lo vive igual. Yo no tuve que darle nada a nadie y me fue muy bien hace 7 años con mi primera hija. ¡Ah!, y parir de modo natural es lo mejor, que eso de la cesárea se ha puesto de moda…”
A esa hora, yo, que sigo un poco desorientada ante tantos consejos, fabulaciones, recetas caseras y habladurías, pienso en los análisis más recientes y en el último ultrasonido. En la licencia de maternidad, los proyectos depuestos, el enorme cambio. Y todo se interrumpe con las acrobacias de mi bebé de 37 semanas.
Después de tantas cuentas y cuentos, estoy lista para abrirle los brazos a la vida, aunque eso implique no perder la paciencia, ni la ternura, ante una ecuación difícil. Porque, les digo, esto del embarazo ha sido la parte fácil, lo difícil comienza ahora…
comentarios
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Nora Delgado
Por cierto, muy buen artículo. Muchas de mis amigas han vivido disímiles experiencias como las que relatas.
María Rodríguez Puzo
Mayi Peña Azahares
POr favor los medios cubanos ya es hora que despierten a esta realidad de las madres cubanas, que desgraciadamente siguen creyendo que todas esas exisgencias VIOLENTAS son parte de la educación formal.
Para información más seria al respecto se puede leer este artículo: http://scielo.sld.cu/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0864-34662013000400009
y aquí scielo.isciii.es/pdf/eg/v16n47/1695-6141-eg-16-47-00071.pdf