La Habana y las maravillas

Foto: Omairy Lorenzo

La Habana y las maravillas

16 / junio / 2016

Cuba recibió hace pocos días uno de los títulos más importantes de la historia: su capital es ahora una de las siete ciudades maravillas del mundo moderno. La mayoría de los cubanos sentimos un orgullo colosal, mientras que otros muestran desacuerdo, alegando que existen en el mundo urbes más hermosas, modernas y bien cuidadas.

Siempre he tenido a La Habana en el centro de mis atracciones. Debe ser porque nací en otra provincia y de chiquita venía con mi familia a la capital, a visitar a los abuelos maternos. Aquel acontecimiento se volvía una fiesta para mí porque, además de vestirme de gala, sabía que luego de viajar una hora por carretera llegaría a un lugar lleno de gente, carros y luces.

A mí me gustaba vivir en un pueblito llamado Artemisa, pero La Habana tenía el atractivo de atesorar los mejores parques de diversiones, el zoológico, la playa y todos esos lugares que hipnotizan a niñas y niños.

Con esa nostalgia que nos provoca sonrisas, recuerdo los momentos en que pasaba en carro por el túnel de la bahía. Aquello era como un show de pirotecnia. Me gustaba abrir bien los ojos y descubrir como lucían los objetos bajo una oscuridad de tonos anaranjados. Al desembocar al otro lado del pasadizo, me quedaba la sensación hechizante de haber recorrido por unos minutos los recovecos de otra galaxia.

No necesitaba buscar dentro de un armario para atravesar un universo paralelo. Cuando llegaba a La Habana me sentía protagonista de las Crónicas de Narnia.

Ese cúmulo de sensaciones vividas en la niñez se triplicó años más tarde, cuando la universidad entrañó la convivencia en un edificio estudiantil ubicado en el corazón del Vedado. Al llegar al piso 13 de la beca, antes de quitarme el polvo del camino, salí al balcón a devorar el olor a salitre que a pocos metros arrojaba el mar.

Amontonando las bocanadas de aire, con las manos abiertas y la mirada al vacío le anunciaba a la ciudad que mi destino y el suyo no se apartarían más.

Porque la capital cubana posee la capacidad de seducir, gracias a su tejido de aristas.

Durante más de un lustro de vivencias he ido configurando de a poco mi lista de predilecciones y discrepancias, alrededor de esta metrópoli.

De La Habana me quedo, por ejemplo, con las mañanas. No he visto en otra urbe del país un ritmo tan dinámico para iniciar la jornada. Aunque pueda parecer banal, disfruto mientras observo -como si fueran relatos- las calles llenas de personas desafiando el transporte para llegar al trabajo, la bandada de niños que visten el uniforme escolar, las avenidas colmadas de guaguas y de almendrones, los pregones que invitan a desayunar con pan de flauta o pan suave.

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Foto: Omairy Lorenzo

Tal vez sean elementos demasiado simples, mas resaltan ante mi vista ya que ponderan el espíritu autóctono de la ciudad.

A La Habana le admiro su Cristo y su Malecón, su centro histórico, su Catedral, fragmentos de su arquitectura. Me fascina su madeja cultural y sus noches de bohemia. Elogio el carácter variopinto y jovial de sus habitantes.

Pero en estos lares se aprecia el tinte de los contrastes. Las construcciones añejas a punto del derrumbamiento, los baches de las calles y la mugre acumulada en muchas de las esquinas, no solo laceran su aspecto físico, sino que aflige a los ciudadanos.

Esas son, precisamente, mis aflicciones. Si bien no soy habanera, no puedo evitar sentir una dolencia profunda, al palpar síntomas de dejadez que lastran el encanto citadino. A veces se confunde  la desidia con falta de infraestructura y caemos en un error. Luego comprobamos que hay zonas hermosas de La Habana Vieja que desbordan suciedades y entonces no sabemos a quién echarle la culpa.

Recordemos que La Habana se sabe personaje literario, sostén de esculturas, reflejo de lienzos y musa de pentagramas. Tantos cultos no han sido erigidos por obra de los caprichos. El nombramiento de ciudad maravilla lo viene a ratificar.

Corresponde ahora velar porque dicha condición no carezca de sentido. Pues faltan aún numerosas generaciones por nacer en la capital de Cuba, y otras tantas golondrinas que -como yo- escogen este rincón como un perpetuo verano.

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