Cuando los nacidos a mediados de los noventa comenzamos a tener conciencia, estábamos lejos el «paraíso socialista» de despilfarro que fueron los ochenta, lo suficiente como para aceptar que no habría retorno. Lo que conocimos en carne propia fue algo así como una pesadilla socialista: un mal sueño en el que no se va a ningún lado o, en el mejor de los casos, se va en círculos. Nuestras coordenadas reafirmaban el contraste con las historias de tiendas llenas de latas, galletas y las novenas de carne. No es que me conforme con poco, es que soy de la generación de la escasez.
Crecimos con las paladares y sus cajitas de comida, y nuestra adolescencia coincidió con la llegada de los negocios por cuenta propia. Es cierto que «tenemos» discotecas y bares privados, los hoteles a los que no podían entrar nuestros padres; pero no son para mí ni para todos, como sí lo fueron las latas, las galletas, las novenas de carne, los hotelitos para destacados.
Hoy volvemos a tener frente a los ojos el rostro de la desigualdad, esa que se supone había desaparecido. Pero no somos víctimas. Sí lo son quienes viven callados mientras posponen el ejercicio de su criterio. Trato de que el silencio no se aproveche de mí. Está por definirse si puede arrastrar a mi generación.
Fui de los tantos que, por curiosidad, ira, adrenalina, inundó las calles el 11 de julio. Ese día me encontré entre miles de personas de mi generación. Donde estuve se respiraba felicidad. Pocas veces he visto tanta esperanza en la mirada de la gente. No es épica, no es fábula: es mi experiencia.
Esa esperanza terminó de romper algo que venía deshaciéndose desde la época del «paraíso socialista», cuando los que te apreciaban te convidaban a no hablar alto. Hoy se habla un poco menos bajito.
Siguiendo esta nueva costumbre de hablar menos bajito, se convoca al 15 de noviembre. Si bien seis puntos en 1953 enamoraron a medio pueblo, hoy bastaría uno: salir de la pesadilla. La esperanza ha vuelto a la carga. Organizada a su modo, con tropiezos.
Mientras llegaba la respuesta para «aprobar» la marcha, no sabía si iría o no. Algunos han tenido ocasión para pensar que sí, que no; otros han rumiado el morbo de desafiar al poder, con el miedo ante lo incierto; otros han reconstruido los testimonios del pasado en primera persona, recreando con énfasis las escenas más dolorosas. Quedan los que, como yo, pasan por las esquinas del malecón, arrastrados por la paranoia de sospechar que el que está parado en la esquina será el que saldrá con algún garrote el día 15. ¿Quién piensa tanto para ir a una marcha? Solo alguien que sabe que la razón para asistir es la misma de su temor: la violencia.
Quienes fueron portavoces de la negativa me parecían replicantes del poder político. Intentando escucharlos, recreé imágenes de seres cuya existencia no se encuentra en ellos: cuerpos alquilados a una voluntad ajena. Pensé incluso en una economía política de la desfiguración del alma; debe ser el clima.
Todavía hoy sigo sin leer completa la respuesta oficial. No logro hacerlo, como tampoco llegué a ver el video hasta el final.
El caso es que el Gobierno envió un mensaje: no aceptará una marcha. Eso sí me quedó claro. ¿En qué clase de sociedad vivo, que una marcha no se autoriza? Por demás, con independencia de la respuesta, el 15N era un día de esperanza para muchos. No solo para la oposición, sino también para las izquierdas que saben que este país no aguanta más la lentitud y la ineficiencia con que se gestionan la economía, la cultura y la política.
Podrán salir con cuantos funcionarios deseen, incluso un doctor en ciencias, a decir que la marcha no es legítima porque ellos, quienes la prohíben, tienen que dormir tranquilos para que su socialismo, que es para ellos y los suyos, se mantenga. ¿Y esa oscuridad se va a tragar la esperanza atrapada? ¿Qué va a pasar con mi generación? El Gobierno cubano no tiene nada que ofrecer a mi generación ni a ninguna. No lo digo yo: lo dicen la emigración, las redes sociales, la sinceridad cuando se expresa.
Sin soluciones, el Gobierno solo está retrasando un estallido. La necesidad, la precariedad, la escasez crónica, la hipocresía institucionalizada y el descaro naturalizado no van a dejar de molestar a muchos ciudadanos solo porque un académico y un coro de funcionarios digan que no.
El Gobierno va a seguir teniendo el apellido ineficiente. Reafirmará cada día que no, que el macho cubano no dialoga, que mete el pie, y eso no se cuestiona. Seguirá jugando a la guerrita con sus ciudadanos divergentes, intentando fabricar intelectuales a partir de maestros de la improductividad del lenguaje, haciendo legal lo que él mismo inventa y de lo que él mismo se felicita mientras no se entera de que ahora se habla menos bajito; que muchos, incluso más allá de mi generación, estamos en una pesadilla. Que disfruten su paz ficticia.
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