El 16 de septiembre de 2023 en Miami, en el espacio Salamander —liderado por Sebastián Barriuso y bajo el auspicio de la productora Super Mamouth Project de Jenny Rodríguez y Héctor Medina—, la cantante Gema Corredera nos convocó a escucharla. Lo hizo apelando a uno de los legados inmateriales de nuestra latinidad, «el chismecito». Había que ir para que nos contara/cantara cosas nuevas. El título del espectáculo, «Lo que no te conté», no disimulaba ese afán. Y claro que fuimos por eso, pero sobre todo porque en el archivo de la música cubana su voz viva no necesita demasiadas artimañas para hacernos plegar.
Había, sin embargo, una promesa anticipada. No sería un concierto al uso. La elección del repertorio, los movimientos en escena y la narrativa general no estarían exclusivamente diseñados para mostrarnos su talento inconmensurable, sino que el guion tomaría otros derroteros. Corredera nos iba a develar zonas de su vida asociadas a canciones, pequeños hitos/piedras/hallazgos/azares/travesuras que en sus casi 60 años la hicieron aterrizar aquí. Y cuando digo «aquí» no me refiero a Miami, sino a ese estado de la consciencia que no pide permiso para decir(se) a sí misma.
La dramaturgia/liturgia del evento fue lineal de alguna manera. Sin embargo, la misma linealidad se resistió a ser fija y se fue presentando discontinua. Pasamos de imaginar cómo era el mundo cuando Gema Corredera nació en Maternidad Obrera de Marianao en 1964, a los ecos de la rumba del Conjunto Folclórico Nacional que se colaban en su habitación de bebé. De los primeros encuentros con ese instrumento prodigioso que fue su voz mientras interpretaba a Julio Iglesias, hasta sus deslumbramientos frente a la guitarra, la bossa nova, el jazz, el pop, el filin, los boleros, la guaracha, la canción trovadoresca o la ópera como divertimento.
De modo que, sin que hubieran pasado los primeros 20 minutos en escena, ya sabíamos que de espectadores ansiosos por «el chismecito» habíamos derivado (Corredera nos hizo derivar) en observantes de un mapa. Un mapa musical que fue asimismo un largo homenaje a otrxs, una genealogía necesaria en torno a sus influencias, sus sonoridades íntimas, acaso sus tormentos. Fue así que como observante atenta pude leer/cachear entre líneas mensajes que apelaron a varias capas de mi ser. Me explico.
Mi ser mujer supo leer un gesto de visibilidad consciente para esas otras mujeres que, al decir de Gloria Anzaldúa y Cherríe Moraga, son «aquel puente llamado mi espalda». Si la noche del 16 de septiembre tuvimos a una Gema Corredera mostrándonos sus ejercicios de vocalización, sus swings, sus viajes por el jazz norteamericano, sus improvisaciones y su trabajo con las escalas es porque antes ella tuvo a una Leopoldina Núñez, a una Marta Valdés, a una Freddie, a una Ela Calvo, a una Elena Burke y a una Alina Sánchez que le mostraron el puente, que le ofrecieron sus espaldas para que ella pudiera caminar.
Mi ser cubana supo también agradecer que a pesar del enorme y caudaloso manantial que nuestra música constituye siempre ha habido más. Un más deliciosamente rico que se asentó en Estados Unidos, en Brasil, en España y que beber de esas aguas no es ejercicio que debe escapar a la formación y al cosmos referencial de nuestros intérpretes. Corredera demostró (ha demostrado por casi medio siglo) que, si bien su eco primigenio es una rumba, puede jazzear, zambear y hacer de soprano ocasional porque siempre, siempre, «nobleza obliga».
Mi ser lesbiana supo finalmente apreciar el guiño que hizo a su compañera de vida y representante Jeanne Habib cuando declaró: «La canción se llama “No hay” y se la quiero dedicar a una mujer que ahora mismo seguro que está más nerviosa que yo». Y fue así como se arrancó a cantar ese hermoso tema de amor compuesto por Julio Fowler y que reza: «No hay como tus besos cuando llegan sin aviso/ no hay como caer rendida encima de tu piel/ no hay como asaltar la vida sin pedir permiso». Lo aprecié porque mujeres contemporáneas a Gema Corredera estuvieron presas en la isla de Cuba a finales de los setenta y también durante la siguiente década por sentarse en los parques de las ciudades de provincia a hablar con sus novias o amigas. Lo aprecié porque esa línea suelta, acaso ni siquiera meditada, nos vino a hablar de malas políticas y prácticas a ambos lados del estrecho que une y divide a los cubanos. Le di gracias por la lesbofobia rota por un instante mínimo, por la buena memoria, por la restitución.
Y hablando de memoria, fueron igualmente hermosos los pasajes en los que Corredera trajo de vuelta el trabajo fundacional y extremo que fue el del dúo «Gema y Pavel»; otra zona de su propia genealogía con la que nos hizo recordar que, en la peña de Marta Valdés —bajo una mata de zapotes y en una casona del Vedado construida a finales del siglo XIX que pertenecía a Teatro Estudio— esos genios musicales que son se reconocieron y echaron a andar un capítulo imperdible de nuestra música. La nostálgica que soy regresó a la única vez que estuve en la peña de «los zapotecas»; pero a las muchas veces que los vi en Matanzas en la Casa de la Trova o en la Casa del Poeta. Regresé a mis embelesos cuando a los 15 años iba a cualquier evento en mi ciudad para escucharlos, o bien solos o bien haciéndose acompañar por la banda de jazz Tablas. Regresé a verme obsesionada mientras escuchaba en mi walkman —cuando ellos estaban en otras ciudades y Cuba se desgajaba más— Trampas del tiempo, Cosa de broma, Art Bembé, Síntoma de fe y la Ofrenda a Borinquen. No es que Gema refiriera todos esos discos en el concierto, es que me refería a mí que también me he convertido en otra durante estos años. A mí, que cuando ahora canto la «Guajira a la alegría» ya no tengo la esperanza de que sea la banda sonora para una cada vez más imposible reconciliación nacional.
Quizá es todo lo que quiero decir. Que, aunque no se avizore un gran día de júbilo, un día para volver a empezar de cero, en la noche del 16 de septiembre en el Salamander de Miami Gema Corredera nos contó cosas de sí y, sobre todo, de nosotros mismos. Que la presencia de actores, actrices y escritores relevantes de su generación —navegantes en la «balsa perpetua» que es Cuba— fue otro síntoma de que allí sucedían muchas cosas, de que se superponían muchas vidas. Que todo sucedió con la urgencia de recordarnos de dónde venimos y qué hace con nosotros la música, su música, y la de quienes la echaron a derivar por estas aguas. Todo sucedió con el acompañamiento en los coros de Liccet Ochoa y Thommy Lowry, la trompeta de Luis Chávez, el piano de Jesús Pupo, la batería de Nanel Pérez y el bajo de Braulio Fernández.
Hubo algo de naufragio y mucho de rescate. Lo que sí nos contó, aunque no usara este texto o esa melodía, es que «todo, todo, está por empezar, el destino es un segundo más, hay un punto cardinal en el alma»… Gracias, Gema.
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Nara Valdes