Foto: Miguel Suárez.

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Mi 24 de febrero

22 / febrero / 2019

El próximo domingo es 24 de febrero, va a tener lugar la votación para la aprobación (o no) de la propuesta de nueva Constitución para el país y es también el día de mi cumpleaños 59: “Dios mediante”, “Gracias a Dios” o “ Con el favor de Dios”, lo dejo a la elección de cada quien. Imagino que habrá algunas llamadas de amigos, salutaciones de Facebook, bromas matutinas de los hijos y dejaremos lo mejor de la semana para esa tarde de domingo… me refiero a los instantes culinarios.

Dentro de otras cosas, me hubiera gustado que la Constitución incluyera un acápite especialmente dedicado a la inamovilidad de los dirigentes sindicales; otro que brindara protección y estímulo a la crítica; más un tercero para ofrecer garantías a las inversiones en el país de nacionales del país; una aceptación más reposada de las diferencias de desarrollo interno (geográficas tanto como sectoriales o de estamentos), así como mayor énfasis en el progreso y la innovación.

La cuestión de los sindicatos es esencial porque nos habla del trabajo en toda la extensión de su abanico: definición de las metas y cumplimientos de los planes, condiciones laborales, presiones por parte de directivos, transparencia, obediencia, etc.

La cuestión de la crítica (su defensa, protección, estímulo y colocación en primer plano del interés estatal), así definida, debería de ser uno de los elementos diferenciadores, particulares y característicos del socialismo como sistema.

Es claro que enlaza o engrampa, como si de una maquinaria se tratara, con la cuestión de la inamovilidad de los dirigentes sindicales. Mientras que, durante los debates televisados acerca del Anteproyecto de Constitución, escuchamos numerosas intervenciones a propósito de “concentración de la propiedad” y “concentración de la riqueza”, nada se dijo de la concentración del poder o, al menos, no en esos términos. Y aquí viene un problema de la lógica, estructura y modos de funcionamiento de un modelo socialista. Si la concentración de la propiedad es su más evidente extremo negativo —dado que regresaría el sistema a operar bajo las lógicas del capital (a no ser que imaginemos una cadena de “propietarios saint-simonianos”)—, entonces la propiedad oscurece y oculta su reverso: la amenaza de la concentración del poder.

Dicho de otro modo, en un sistema donde —por definición— no hay concentración de la propiedad (que es la garantía última del poder en los sistemas basados en la desigualdad), la clave de funcionamiento es violentamente desplazada al poder y entonces la verdadera batalla resulta la que se da entre la utilización autoritaria y burocrática del poder o su utilización democrática y auténticamente participativa. La diferenciación no se fundamenta en dinero, sino en redes de clientelismo, contactos, relaciones, conexiones, acceso a espacios y momentos que son traducibles al tipo de distinción que ofrece una cuenta de banco sólida en aquellos modelos en los que el dinero es la llave maestra para el éxito social. De ahí que, para enfrentar este punto de conflicto en el modelo, el socialismo necesita (como ningún otro modelo social anterior) de la más transparente democratización, participación, debate social y apertura a la crítica.

Proponer esto en condiciones como las presentes en la esfera internacional es un gesto cercano a la locura, pero olvidar, negar o apartarlo, con asco o con miedo, empuja al suicidio del sistema. La única salida para este laberinto imposible parecen ser la extensión, intensidad creciente, profundización y radicalidad de la participación popular en el poder y el ejemplo de aquel a quien Guevara denominó “columna vertebral de la Revolución”, los cuadros. Por eso, creo que la vocación crítica y autocrítica de la Revolución merecía mayor atención en la nueva Constitución.

En cuanto a la protección para potenciales inversores nacionales (personas que deseen inyectar sus ganancias en función de un ciclo de reproducción ampliada dentro del país), sigo creyendo que es un tema que necesita ser pensado con suma profundidad, inteligencia y ausencia de prejuicios. De un lado está el peligro de crear una nueva clase de propietarios despiadados; del otro, empujar a una sangría (vía exportación) de capitales al mismo tiempo que obligar, practicamente, a una suerte de extraña auto-parálisis.
Desde el punto de vista práctico esto lleva a una no-demonización del propietario (en esa cadena de entidades interconectadas que Althusser llamó “aparatos ideológicos del Estado”) y, contrario a ello, el reconocimiento y elogio del servicio a la comunidad y la plasmación pública de una vocación nacionalista. También aquí, se debería hallar los modos de no desestimular el desarrollo de estos nuevos sectores económicos dentro de “los límites compatibles con los valores socialistas de equidad y justicia social”. (artículo 30)

Eso que llamé antes “una aceptación más reposada de las diferencias de desarrollo interno (geográficas tanto como sectoriales o de estamentos)” se refiere a la necesidad de disminuir fantasías, triunfalismos y monstruosidades conceptuales sobre la base de una visión realista del país y sus gentes, los procesos y sus consecuencias, el tiempo y el mundo que nos rodea. Me refiero a una visión que posibilite, con madurez, resaltar la necesidad de poner en primer plano la lucha contra la pobreza y otras debilidades de este corte que pueda enseñar el modelo.

Sin duda alguna, una condición acompañante de lo anterior sería conceder mayor énfasis a los temas del progreso y la innovación; una Constitución es un documento de referencia que posee una función modélica y orientadora del discurso. La lógica del desarrollo es impregnar, con su lenguaje, universo conceptual y energía, hasta los niveles más bajos del país entendido este como un sistema.

El artículo 55, dedicado a definir la propiedad sobre los medios fundamentales de comunicación social (“en cualquiera de sus manifestaciones y soportes”), señalados como “de propiedad socialista de todo el pueblo o de las organizaciones políticas, sociales y de masas” hace desear la llegada de una ley de comunicaciones que, al menos, intente “pensar” el lugar de los medios “no-fundamentales” de comunicación. Dicho de otro modo, un acercamiento fundamentado en la realidad de las nuevas tecnologías de comunicación e informática y su utilización progresiva para transmitir contenidos y crear comunidades.

En paralelo a lo dicho, me gustó que el Estado reconozca (en el artículo 21) su voluntad de promover “el avance de la ciencia, la tecnología y la innovación como elementos imprescindibles para el desarrollo económico y social”. O que, en el artículo 21, se reconozca a todas las personas el derecho a “solicitar y recibir del Estado información veraz, objetiva y oportuna, y a acceder a la que se genere en los órganos del Estado y entidades, conforme a las regulaciones establecidas”; en este punto, el cambio es crucial, pues la propuesta anterior respecto a lo mismo (artículo 56, del Anteproyecto) sólo reconocía el derecho a “recibir del Estado”.

El artículo 61, que reconoce a las personas el derecho a “dirigir quejas y peticiones a las autoridades” contiene interesantes variaciones si se le compara con la propuesta sobre lo mismo en el Anteproyecto; allí, las autoridades quedaban “obligadas a tramitarlas en plazo adecuado, dando las respuestas oportunas y pertinentes de conformidad con la ley”. En la nueva formulación, las autoridades “están obligadas a tramitarlas y dar las respuestas oportunas, pertinentes y fundamentadas en el plazo y según el procedimiento establecido en la ley”. Este énfasis, a nivel de documento constitucional, según el cual se indica a las autoridades su obligación de tramitar, ser pertinente (no desviar ni manipular o mentir), fundamentar y obedecer plazos debe ser complementado con el contenido de los artículos 98 y 99, que abren espacio para acciones jurídicas en defensa de aquellas personas que sufran “daño o perjuicio causado indebidamente por directivos, funcionarios y empleados del Estado con motivo del ejercicio de las funciones propias de sus cargos” lo mismo que para aquellos a quienes les sean vulnerados “los derechos consagrados en esta Constitución” por parte de “órganos del Estado, sus directivos, funcionarios o empleados, con motivo de la acción u omisión indebida de sus funciones, así como por particulares o por entes no estatales”.

Es una enorme responsabilidad.

También me complace la ampliación de las protecciones a la persona a través de las etapas del llamado “debido proceso” e imagino que otras posibles pasen a formar parte de lo que habrá de ser reformado en el Código Penal.

Me hubiera gustado la inclusión de algún sitio en la estructura del Estado-Gobierno que, de modo rotundo, asuma las funciones de un Tribunal de Garantías Constitucionales y de una Sala dedicada a dirimir conflictos de la Administración Pública; estos últimos, si no me equivoco, se van a multiplicar de modo acelerado cuando en la vida cotidiana empiece a ganar cuerpo la autonomía municipal, propuesta que se deberá de ejercer, según indica el documento: “de conformidad con los principios de solidaridad, coordinación y colaboración con el resto de los territorios del país, y sin detrimento de los intereses superiores de la nación” (artículo 169).

Uno de los más promisorios contenidos de la Constitución a votar es lo que resulta al combinar el artículo 168 (donde se detallan las características del municipio como “unidad política-administrativa primaria y fundamental de la organización nacional” y, dentro de ellas, el hecho de que goza de “autonomía y personalidad jurídica propias a todos los efectos legales”) con el contenido del artículo 173 (según el cual “el Gobierno Provincial del Poder Popular en el ejercicio de sus funciones y atribuciones no puede asumir ni interferir en las que, por la Constitución y las leyes, se les confieren a los órganos municipales del Poder Popular”).

En cuanto al control de la constitucionalidad, queda éste asignado, en escalas diversas, a la Asamblea Nacional del Poder Popular (artículo 108 e) “ejercer el control de constitucionalidad sobre las leyes, decretos-leyes, decretos presidenciales, decretos y demás disposiciones generales, de conformidad con el procedimiento previsto en la ley”) y a la Fiscalía General de la República (artículo 156. “La Fiscalía General de la República es el órgano del Estado que tiene como misión fundamental ejercer el control de la investigación penal y el ejercicio de la acción penal pública en representación del Estado, así como velar por el estricto cumplimiento de la Constitución, las leyes y demás disposiciones legales por los órganos del Estado, las entidades y por los ciudadanos”). Así enunciado, puede uno suponer que el tipo de control que ejerce la Fiscalía sobre el cumplimiento de la Constitución por “órganos del Estado, entidades y ciudadanos” es diferente a lo que ocupa a la Asamblea Nacional cuando controla la constitucionalidad de “leyes, decretos-leyes, decretos presidenciales, decretos y demás disposiciones generales”.

Pero, ¿qué hacer cuando es la propia Asamblea Nacional a quien toca el papel de “aprobar, modificar o derogar las leyes y someterlas previamente a la consulta popular cuando lo estime procedente, en atención a la índole de la legislación de que se trate”? ¿Cómo podrá verificar y controlar su propia constitucionalidad si no creando un órgano (o Comisión) específico para ello, que opere de manera permanente y que, aun con distinto nombre, se encargue de las funciones de un Tribunal de Garantías Constitucionales?

Para un momento futuro queda en mí, a nivel de deseo, el que sea pensado, entendido y aceptado un tipo tal de ordenamiento constitucional que incluya la llamada “Defensoría del Pueblo”, como una función necesaria en el balance del poder dentro una sociedad como la nuestra. El Defensor del Pueblo sería una figura que, colocada en el nivel jerárquico de la Contraloría y la Fiscalía General de la República elevaría a un nuevo nivel la obligación de proteger y respetar a los ciudadanos por parte de órganos del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados, igual que por propietarios y entes no estatales en toda circunstancia y lugar. Cubriendo el inmenso espacio que va desde derechos del consumidor a derechos humanos, derechos ciudadanos en general, la Defensoría del Pueblo puede dar enorme estímulo al fortalecimiento de una sociedad civil socialista.

A ello debo agregar lo pertinente al matrimonio igualitario, cuyo rechazo mayoritario por parte de la población apunta en dirección a las numerosas batallas político-culturales que aún tendrán que ser libradas y a la necesidad imperiosa de encontrar las vías de incrementar algo a lo que podríamos llamar “activismo socialista”, emancipador, en oposición tanto a retóricas oficialistas y triunfalistas, que se han convertido en mensajes vacíos, como en enfrentamiento frontal al neo-conservadurismo religioso cargado de políticas de “corrección moral”. En este punto, también encuentro como dura batalla futura la referente al derecho a la eutanasia que esta vez, develando cuán lejos nos hallamos de una concepción nueva del hecho humano, apenas despertó atención. Otros “asuntos pendientes” (ah, ¡esa neo-lengua de la burocracia!) están en los varios textos que sobre este proceso de renovación constitucional escribí y publiqué.

Pero, más allá de señalamientos, prefiero acercarme a un documento constitucional con vocación de interactuar, como se despliega un mapa de lo posible y son destacados los puntos de ataque a partir de los cuales se producen transformaciones en la realidad. Esto significa que, en tiempos venideros, tanto líderes políticos, comunitarios y de asociaciones, como otros transmisores y reproductores de ideas, intelectuales y activistas sociales, cubanos en general, deberán de enfrentar dos grandes batallas simultáneas. La primera, acaso, será el contribuir a que lo excepcional y externo de la Constitución se convierta en cultura de la vida cotidiana, en un lenguaje y contenido internalizado por la ciudadanía. La otra, no menos importante, va a ser el continuar desarrollando la Constitución a través tanto del aparato de leyes que deberá de acompañarla, como del análisis riguroso de las fortalezas y debilidades del documento, aquellos aspectos que todavía necesitan y merecen mejoría, así como otros que deberán ser reescritos e introducidos en futuras correcciones a esta Carta Magna.

Lo que trato de decir es que un material de este tipo es sustancia viva, actuante, interactuante, en permanente intercambio con el medio, la ideología, la economía, las instituciones, organizaciones políticas, familias, personas, ideales, fracasos, sueños, oportunidades que se aprovechan o no. Para que viva lo tenemos que hacer vivir.

Estremece recordar que el 27 de enero, en horas de la noche, un tornado sacudió varios barrios de la capital cubana, cobró vidas y destruyó decenas de casas de manera total o parcial. Si esto fue intimidante, no había pasado una semana cuando el 1º de febrero, en el valle de Viñales, a una altura de 8 kilómetros, estalló en el aire un meteorito que al entrar en la atmósfera medía 4 metros de diámetro por su eje más largo y que en la explosión liberó una energía equivalente a 1.4 kilotones. Asusta imaginar qué pudo pasar en caso de que la explosión hubiese ocurrido más cerca de la tierra y encima de zonas de mayor densidad de población, verbigracia, en la ya golpeada Habana.

El 24 de febrero, agradeciendo a Dios, voy a pasar el día con mi familia: bromeando, compartiendo instantes que luego valga la pena conservar, esperando o respondiendo llamadas, sorpresas. Lo único especial, creo, va a ser la votación de la Constitución. ¿Qué no es perfecta? Lo sé. ¿Qué deberá ser mejorada? Es lo que espero y quisiera. ¿Qué es apoyada por propagandas machaconas, latosas, cansonas hasta el aburrimiento? Pues vuelvo la cabeza a otra parte y desconecto, porque nada de eso está conectado con mi decisión.
Es todo tan frágil que estuvimos a escasos minutos de un desastre monumental y entonces, ¿de qué servirían odio y crispación? Cualquier Constitución es resultado de negociaciones y balances entre fuerzas diversas. Hasta donde alcanzo a ver, ésta, con sus logros y cautelas, todavía intenta ser el marco jurídico de una sociedad igualitaria en un país pequeño, pobre, hostilizado, asaetado sin piedad por el país más poderoso (lo mismo en términos militares que económicos o de industria cultural) de toda la historia humana. No conozco otra fórmula de que los desheredados históricos asciendan a la categoría de “persona” sólo por ser seres humanos y no por poseer alguna cualidad excepcional. Creo que es la única y la última oportunidad de que algo semejante suceda.

Prefiero y elijo.

O sea, sí.

 

Este texto fue tomado del perfil en Facebook de Víctor Fowler

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