Estos tres también se llamaban Pedro, Pablo y Juancito, como los hermanos del cuento de Laboulaye que Martí hizo famoso bajo el título de “Meñique” en “La Edad de Oro”. Ninguno era falto de entendederas o envidioso como en la historia. Todos por el contrario, “ligeros como un resorte” y con la capacidad de Meñique de colarse por los más mínimos espacios.
Vivían en una pequeña ciudad cubana típica. En una época (no tan lejana, apenas el 2012) en la que todavía las redes WiFi no eran una necesidad para la sustentabilidad del modelo socioeconómico del país, estos tres muchachos crearon la suya propia.
Levantaron antenas repetidoras hechas en casa, conectaron las computadoras de sus respectivos inmuebles, pero también ofrecieron —de forma “altruista”, dirían después— la conexión a sus vecinos.
El uso de una cuenta de correo internacional, perteneciente a un estudiante latinoamericano de medicina, que vivía en el inmueble de Pablo, les permitía utilizar su red privada para compartir el servicio. Bien mirado, el esquema era una muestra sublime del internacionalismo proletario: tener cobijo implicaba compartir todo, incluso los servicios que solo la condición de extranjero proveía al futuro médico. No era menor ese privilegio, en un tiempo (aún demasiado cercano) en el que los cubanos comunes teníamos prohibido acceder a teléfonos móviles e internet.
En la historia que les cuento, los vecinos que se beneficiaban de la red Wifi de los Meñique, agradecidos por esa posibilidad, hacían frecuentes “donativos” monetarios destinados al mantenimiento de la red y al sustento de sus administradores, le contarían luego a la jueza.
Sin embargo, percibir dinero por (y para) tener una red inalámbrica de correo electrónico, era una realidad muy difícil de aceptar para ciertos defensores voluntarios (y otros más voluntariosos) de la tranquilidad ciudadana.
Con varios de ellos se toparon Pedro, Pablo y Juancito. Un buen día entraron en sus casas, con las insignias del Departamento de Seguridad del Estado, recogieron sus computadoras, las antenas, los cables, memorias y todo lo que entendieron como tecnológicamente lesivo. Por supuesto, junto a los bienes también recogieron a los jóvenes, quienes estuvieron detenidos en la respectiva unidad especial de su “Macondo”.
Luego de explotar al máximo el término que la Ley cubana establece como límite a la presencia de un abogado y a la detención sin medida dictada por fiscal (7 días), los vigilantes pusieron en libertad a los muchachos. Excarcelados, se les sometió a un proceso judicial en el que fueron acusados de Actividad Económica Ilícita.
Las licencias otorgadas por el Estado Cubano no cumplen una función de control tributario. Más bien se trata de un límite a la capacidad de actuación y a la iniciativa privada. Por ello, cualquier negocio que no esté comprendido dentro del catálogo de cerca de 200 actividades por cuenta propia, puede ser constitutivo del delito por el que juzgaron a Pedro, Pablo y Juancito.
La situación no solo actúa como un freno al desarrollo de una sociedad necesitada de dar un paso más hacia la descentralización económica. Constituye también un mecanismo para limitar conductas que no tendrían que ser controladas por el Estado y que, a pesar de las barreras, se abren paso en un país cada día más abierto a las comunicaciones.
Los hermanos de mi cuento corrieron además con la desdicha de sufrir el fatalismo geográfico que divide al interior del país y a su capital. Los tratamientos ofrecidos todavía hoy a conductas que se reproducen en La Habana, nada tienen que ver con las actuaciones radicales de las mismas autoridades ante igual fenómeno en otras provincias.
A los tres jóvenes les fue aplicada la fórmula comprendida en el artículo 8.2 del Código Penal vigente. Su conducta fue considerada delito, pero sin peligrosidad social. Los tele-delincuentes no recibieron sanción alguna. No obstante, sufrieron el decomiso de todas las antenas, cables y medios, a excepción de sus computadoras, que habían sido utilizados en la perpetración del delito. Pedro, Pablo y Juancito dijeron que habían tenido una eficiente defensa. Sin embargo, creo que los muchachos encontraron una jueza que salomónicamente cumplió con quienes los llevaron hasta allí, pero también con su conciencia.
Los bienes confiscados por las autoridades no volvieron a ser los mismos, pero esa es otra historia que luego les contaré.
Pedro, Pablo y Juancito, casi inmediatamente después de su episodio judicial, emprendieron camino a otras costas. En el lugar donde ahora viven no es necesario “inventar” tanto para disponer de señal WiFi y correo electrónico. Desde allí miran a una Cuba en la que todos los días se reproducen, vertiginosamente, las antenas y las redes. La misma Cuba donde también están vigentes los mecanismos legales para entorpecer, destruir y obstaculizar cuando se quiera, ese mismo crecimiento.
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