Imagen de portada: Janet Aguilar.
El pueblo romano como soberano y súbdito, génesis de la República
15 / febrero / 2021
El derecho público romano (las leyes emanadas del populus) y su organización política han sido objeto de grandes debates. El enfrentamiento ideológico entre las tendencias anglosajonas y la romana surge de una valoración obligada de la vida política romana y los paradigmas de la República. Las interpretaciones sobre la sociedad romana, después de la época arcaica (753-449 a. n. e.) van desde las concepciones liberales burguesas sobre la falta de libertad del hombre en la Antigüedad, la conversión de las instituciones romanas en formas ajenas a esta como tripartición de poderes y representación, hasta la defensa roussoniana de la República romana y la soberanía popular indispensable para la existencia de la primera.
El sistema político romano, al cual podríamos calificar —salvadas distancias y el necesario rigor científico— como sistema constitucional romano, tiene su momento de mayor esplendor en la República (509-27 a. n. e.) y sus elementos caracterizadores explican a su vez la corriente posterior que defiende a la democracia antigua como posible solución al problema principal que enfrenta la sociedad contemporánea en política; es decir, la representación y la separación de la voluntad popular de la acción del Gobierno, así como el olvido de las instituciones democráticas.
Desde un primer momento del debate histórico entre los seguidores del modelo propuesto por Montesquieu —de ascendencia anglosajona— y los exponentes del modelo democrático romano, este último fue caracterizado por el significado y el poder singular y especial del tribuno de la plebe, (494 a. n. e.). Ello dentro de la lucha revolucionaria del plebeyado contra el patriciado, por la creación del derecho por el populus y por el surgimiento de la dictadura y la censura como magistraturas que completaban la República romana.
La República romana, heredera de la monarquía que sobrevivió desde la fundación de Roma hasta el 509 a. n. e., se caracterizó por la lucha política entre patricios y plebeyos, estos últimos con una posición más fuerte desde las reformas de Servio Tulio, aparentemente desde el 543 a. n. e., creadoras de los comicios centuriados formados por clases según las riquezas reconocidas; y esta lucha movió los resortes para el surgimiento de la mencionada magistratura plebeya: el tribuno.
La importancia del tribuno va desde las causas que originaron su creación hasta el actuar de este dentro de la política romana. La secesión de la plebe y su retirada al Monte Sacro en 494 a. n. e. son para muchos las primeras muestras de huelga general popular y la respuesta a las protestas plebeyas fueron en aquel momento la creación del tribunado; magistrado encargado de la defensa de los derechos de los plebeyos y con el poder de intercessio o veto, ante cualquier decisión de un magistrado ordinario o extraordinario que pudiera dañar los intereses plebeyos. De cualquier modo, habrá que convenir que esa recesión supuso un nivel de concertación política extraordinario, un nivel de consenso y unanimidad difícil de encontrar en otros aconteceres políticos de la antigüedad.
El tribuno de la plebe tenía el ius auxilii (derecho de ayuda o asistencia a los plebeyos frente al imperium de los magistrados supremos) y la intercessio (derecho de veto) y Juan Jacobo Rousseau, en su Contrato Social, Libro Cuarto, Capítulo Cinco, titulado precisamente «Del Tribunado», dice que el poder mayor de este magistrado está en no formar parte ni del ejecutivo ni del legislativo ni de ningún poder instituido, sino en la posibilidad de incluso no pudiendo hacer nada, poder impedirlo todo.
Esta capacidad de enervar las decisiones de todos los órganos republicanos ha sido calificada por el Prof. Pierángelo Catalano, como «poder negativo».
Asimismo, Maquiavelo, notable admirador de la República romana, reconoció en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio que las características de la República, así como su perfección, se debían a la separación de la plebe y del Senado y a la creación de los tribunos. El tribunado fue en Roma el equilibrio entre el poder patricio —representado por el Senado y las magistraturas supremas, todavía no plebeyas— y la voluntad popular; aun cuando la República romana se basaba en la soberanía popular expresada en los comicios curiados, centuriados y tribales. Los primeros de tiempos de Rómulo, según Rousseau, los segundos debidos a la reforma de Servio Tulio y los terceros de gran importancia a partir de los plebiscitos (reuniones asamblearias plebeyas convocadas por el tribuno, que llegaron a dar a sus decisiones fuerza de ley, para patricios y plebeyos por igual).
Estos comicios, según Rousseau, son la fuente total de decisiones políticas y legales en Roma, pues «ninguna ley era sancionada, ni electo ningún magistrado, sino en los comicios; y como no había ciudadanos que no estuviesen inscriptos en una curia, en una centuria o en una tribu, síguese de ello que nadie estaba excluido del sufragio, y que el pueblo romano era de hecho y de derecho verdaderamente soberano».[1] Por lo tanto, la soberanía popular de la cual los magistrados solo tomaban y ostentaban el imperium por un tiempo determinado, se veía además conservada por la mirada vigilante y el poder negativo del tribuno.
La potestas romana, asimilada o traducida en la modernidad como «soberanía», estaba en manos del pueblo. Este populus, en tiempos de la monarquía, no concebía al plebeyado entre sus conformadores, y eran, por lo tanto, solo creadoras de derecho las asambleas tribales y de la curia, así como más tarde los comicios centuriados.
Queda claro que en tiempos de la República se va disipando en Roma la distancia entre patricios y plebeyos, con la conquista paso a paso, por parte del plebeyado, de espacios políticos sin dejar dudas de su presencia y menos de que el populus romano era ahora más heterogéneo —contando con los hombres y mujeres plebeyos—.
La escalada plebeya en la política de la República romana se puede explicar fácilmente al apuntar la llegada de plebeyos a magistraturas de cada vez más importancia y que habían sido absolutamente patricias con anterioridad. Es así como en 422 a. n. e. es nombrado cuestor un plebeyo (en 356 a. n. e. un plebeyo alcanza la dictadura, en 350 a. n. e. primer censor plebeyo; en 337 a. n. e. un plebeyo alcanza la pretura; en 320 a. n. e. un plebeyo llega al Consulado y en 300 a. n. e. aparece un primer plebeyo pontífice máximo).
Quiero insistir en que, para el romano de aquellos años, la potestas pertenecía exclusivamente y de modo intransferible e indiviso al pueblo, y este ejercía esa potestas de modo directo, mediante la mencionada participación en los comicios.
Como enseña la historia de Roma, las magistraturas se fueron creando e instrumentando en la medida en que lo imponían las necesidades materiales y a ellas fueron accediendo los plebeyos, como lo hemos apuntado. Pero, lo que quiero subrayar ahora es el carácter del poder de esos magistrados.
Estos magistrados poseían, no la voluntad enajenada del pueblo en absoluto, sino una cuota de poder específico: el de su gestión solamente. El magistrado con su imperium ejercía lo que los romanos calificaban de auctoritas, no desmedida ni ilimitadamente, sino con los límites del poder negativo de veto del tribuno y el ojo censor del magistrado que llevaba este nombre, representante de la moral cívica romana y las buenas costumbres de aquella sociedad.
Mención especial merecen, en este mismo sentido, dos importantes magistraturas: la dictadura y la censura. La primera se creó casi al inicio de la República, en el 498 a. n. e., como necesidad de unir en una sola persona el poder de los dos cónsules en caso de peligro inminente para la República. Es importante señalar que esta magistratura fue usada casi siempre para solucionar conflictos externos de Roma y el dictador cesaba en sus funciones tras seis meses de mandato.
En el Capítulo 6 de El Contrato Social, Rousseau deja clara su idea de que en Roma la voluntad general no se ponía en duda en caso de peligro para la República ni se derogaba la facultad legislativa del pueblo. Decía el ginebrino que el dictador domina la autoridad legislativa pero no la representa, «puede hacerlo todo, menos dar leyes».
La magistratura que resta, caracterizante del constitucionalismo republicano romano y de su democracia, era una magistratura ordinaria, la censura —creada por la Lex Aemilia en 442 a. n. e. que tomó gran importancia en la vida social romana desde el momento en que el censor se convirtió en el custodio del honor y la dignidad de los ciudadanos, llegando a decidir cuál ciudadano podía ocupar cargos públicos y cuál podía ser o no senador—. Esta magistratura, aun careciendo del imperium militar y de la facultad de convocatoria al pueblo, al tener en sus manos la cura morum (cuidado de las costumbres) era en Roma un filtro purificador de las cualidades de los magistrados y un arma más en manos del pueblo.
Es singular que ambas magistraturas señaladas fueran utilizadas por el Libertador Simón Bolívar como constitucionalista, al llegar a concebir un poder censor a la manera de la República romana.
Alrededor de la censura dijo Rousseau en El Contrato Social: «Del mismo modo que la declaración de la voluntad general se hace por la ley, la manifestación del juicio público se efectúa por medio de la censura».[2]
Otro análisis necesario es el referido al significado que los romanos atribuyeron al Gobierno, como algo distinto del Estado y su poder decisorio. Fue nuevamente J. J. Rousseau quien penetró con mirada más profunda en el pensamiento del populus romano al respecto. El ginebrino afirma, inteligentemente, que en el funcionamiento de la República romana habría que distinguir siempre entre la potestas —el poder soberano, exclusivo del pueblo— y la misión del Gobierno.
A ese Gobierno —es decir, a los magistrados— se le otorgaba la aludida cuota de autoridad, una encomienda política específica, para ejecutar la voluntad legislada por el pueblo. De ello se desprende algo que Rousseau explica con suspicacia y no siempre ha sido debidamente entendido. Esto es, que el ciudadano romano era, en cada momento, dos cosas al mismo tiempo: soberano y súbdito. Soberano por cuanto mantenía siempre su poder como parte de la comunidad política. Súbdito porque debía en cada momento someterse al Gobierno, es decir, a las decisiones de las magistraturas.
En efecto, la concepción de la representación liberal no podría ser nunca confundida con el mandato expreso que recibían los magistrados romanos. Los romanos de la República nunca conocieron, dentro de los límites del derecho público, la noción de la representación, que fue una institución del derecho privado surgida tardíamente. Fue, como hemos repetido, la óptica liberal la que atribuyó el sentido de la representación a ese mandato expreso, controlado y regulado, que tenían los magistrados romanos.
[1] Rousseau, J. J. El Contrato Social, en Obras Escogidas, Editorial Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro. 1973. Ver Libro IV.
[2] Ídem.
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