Cuando la vida nos arranca los amigos del pasado uno a uno y nos deja solo con memorias sin rostros, la reacción natural es aferrarse a lo que nos queda, aunque sea uno solo.
Por: Harold Cárdenas Lema ([email protected])
Esta es una historia real. Evitaré nombres por razones obvias, el mío supongo que sea inevitable mencionarlo pero si pudiera omitirlo también lo haría. El protagonista de este relato hizo todo lo que se esperaba de él, pero no fue suficiente. Es mi último amigo de la infancia y hoy voy a contar su historia, que no es suya ni es una historia, es la tragedia de la juventud cubana.
Mi primer recuerdo de él es entre trompadas. En el fondo de una escuela primaria en el centro de Cuba los dos nos liamos a golpes y no recuerdo por qué, yo daba golpes más certeros pero mi adversario era alumno de Lucha Grecorromana desde que tuvo edad suficiente para estar en un colchón. La memoria es selectiva, el hecho de que ahora no sepa decir cómo terminó la pelea, seguro significa que el desenlace no fue a mi favor. Como los niños son los seres menos rencorosos y con menos memoria a corto plazo del mundo, terminamos de amigos poco tiempo después, todavía lo somos y por suerte sin volver a liarnos a golpes, suerte para mí.
Pasó el tiempo y recuerdo que estaba conmigo en la carretera de Santa Clara el día que los restos del Che Guevara llegaban en caravana. Los chicos no hacíamos más que maldades en la larga espera, por experiencia sabía que sería muy difícil silenciar a miles de adolescentes eufóricos por tener el día libre en la escuela pero pasó lo inédito. Llegaron los autos que traían al Guerrillero Heroico y hubo un silencio automático, nadie necesitó mandar callar a nadie. Sin tener demasiada conciencia del momento, algo nos decía a todos que éramos testigo de un pedazo de historia, mi amigo estaba ahí conmigo.
Mientras veía marcharse de Cuba a muchos de los que eran cercanos a mí, sabía que podía contar con él porque era el chico modelo en cuanto a disciplina y responsabilidades.
Jefe de grupo, miembro de todas las organizaciones juveniles y el primero en cada trabajo voluntario. Yo que siempre tuve problemas con la autoridad, me molestaba ver cómo cumplía en todo pero con los años me doy cuenta que su influencia fue una de las mejores cosas que nos ocurrió a los que estábamos cerca. Él que siempre fue el primero y más brillante, no podía imaginar qué terminaría haciendo.
Ojalá pudiera decir que en ese tiempo se nos daban fácil las novias pero no sería cierto. De ser chicos populares al terminar la enseñanza secundaria, rápidamente chocamos con la realidad de ser los nerds en nuestro preuniversitario. Mientras buscábamos abrirnos paso en la complicada escala social de cada escuela cubana, fueron tiempos de hacer ejercicio físico y ver películas a escondidas en la madrugada utilizando las videocaseteras de la escuela. Podíamos estar haciendo 16 tandas de “hierros” en el gimnasio a las 3 de la tarde para que nos vieran las chicas, y en la madrugada llorar disimuladamente con el Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli.
Mientras yo era (y sigo siendo) un perfecto inútil en cuestiones de negocios, mi amigo necesitaba ayudar a su familia económicamente aunque estuviera estudiando, y lo hizo. Iba a la fábrica de refrescos en su bicicleta y les compraba sirope para luego pedalear por toda la ciudad vendiéndolo a quien pudiera interesarle. Mientras lo veía, pensaba que yo moriría de vergüenza haciendo eso pero luego empecé a ver la dignidad del asunto y lo admiré aún más.
Cuando llegó el momento de ir a la universidad él no necesitó hacer examen de ingreso porque tenía uno de los mejores índices, pasó a ser cadete insertado en el Ministerio del Interior. Eso significa que empezaría inmediatamente sus estudios de ingeniero universitario sin siquiera hacer servicio militar como nosotros, pero después de graduado debería trabajar algunos años para ese ministerio. Tenía sus pros y sus contras. Yo me fui a estudiar a la universidad y a vivir en otra ciudad pero seguimos viéndonos periódicamente.
Entonces las cosas comenzaron a cambiar. Años atrás sus padres se habían inscrito en el sorteo para irse a vivir a los Estados Unidos que los cubanos conocemos como el “Bombo” y un día de la nada, ganaron. Decidieron ir a probar suerte e hicieron todo lo posible por dejarle a su hijo una casa decente para que viviera. Lo vi feliz, estudiando una ingeniería que a mí me horroriza pero él disfruta y enamorado de una chica con la que vivía. Quería hacer su vida en Cuba y sus padres, que no tenían idealizado el país norteño en absoluto, le dieron el visto bueno. Era un bonito sueño pero la vida suele empujarnos a extremos absurdos y siempre habrá quién dé el empujón.
Al graduarse le esperaba una sorpresa. Ser el hijo de dos emigrados hace cinco años no era lo mismo que ahora y en provincia todo es mucho peor. Alguien consideró que el domicilio de sus padres lo descartaba totalmente para su trabajo y en vez de darle la baja del servicio que debía cumplir por algunos años, le hicieron pagar por ello. A partir de entonces, en las calles de Santa Clara un ingeniero con título de oro tocaba las puertas de los centros de trabajo para revisar los extintores. El inspector que utilizaban los bomberos en la ciudad y debía hacer guardias de madrugada en la estación de mangueras, el que no podía ejercer lo que había estudiado, era mi amigo.
En una decisión mediocre, tomaron al mejor de nosotros y lo hicieron añicos en cuestión de años.
Vi apagarse lentamente la llama del talento en un trabajo sin importancia, vi cómo las ganas de hacer cosas se transformaba en pragmatismo y el compromiso político se convertía en escepticismo. Y en el fondo sigue estando ahí porque es quien me da impulsos cada vez que lo veo, que es doloroso. Le dieron baja del mundo militar varios años después de graduado, sin poder ejercer su carrera ni ubicación laboral. Él que era uno de los primeros expedientes en su carrera, se dedica a copiar El Paquete a los vecinos en su casa e imprimir carteles.
Con una esposa e hijo que son su responsabilidad, toca verlo pasar su juventud sentado en la sala de su casa copiando malas películas a vecinos que probablemente no conocen ni el nombre de lo que estudió. Entonces dan ganas de decirle que se vaya con sus padres, que allá tendrá más oportunidades, pero no me atrevo a hacerlo. Sigue buscando la manera de encontrar su lugar aquí y recuperar los años perdidos, no sé cómo pero espero que lo logre.
Ya me cansé de hablar en abstracto. La emigración me ha cobrado tantos amigos que me aterroriza abrir el Facebook y enterarme de los que se fueron o los que planean hacerlo. Nuestros errores políticos me han cobrado también otro saldo de vergüenza, más lento y doloroso. En estos días pienso ir a verlo para hablar de sus planes pero no le mostraré este post. Hablaremos de nuestras peleas cuando niños, las maldades del preuniversitario y las señales de cambios en el país. Siempre temiendo que me interrumpa y me dé la noticia de que pierdo, definitivamente, al último amigo.
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