De visita en una parroquia de La Habana encontré sin dificultades a un joven monaguillo, feliz de profesar públicamente su religión católica como no lo pudieron hacer sus padres hace 30 años.
El tiempo marcó la diferencia: para los padres de ese monaguillo su juventud coincidio con una época donde se prohibía por ley la práctica de religiones. El pequeño católico nació y creció bajo el sello de una Constitución que dejó de definirse “atea” y se aceptó “laica”, trascendental cambio que devolvió todos sus derechos a los hombres y mujeres de fe en Cuba.
Muy cerca de mi casa, en el barrio de Marianao, hay un templo protestante en el cual me impresionó mucho la oratoria de sus jóvenes pastores.
Debo confesar que no siempre reaccioné bien ante las frases un tanto extremistas que me solían decir los miembros de esa religión. Más de una vez tuve que recordarles que no tenía nada de errado ser “un mundano” (como me decían) y que además no me interesa “entregarme a Dios” (como ellos quisieran) porque lo que nos hace un mejor país es que ellos vivan su fe y yo viva mi vida.
Otra de mis paradas fue en un barrio de esos que llaman marginales. Allí vi a unos jóvenes reventando el cuero del tambor con la fuerza de sus manos. El sonido típico de un “bembé” anunciaba sacrificios de animales y banquetes de comida.
Para los no iniciados, una ceremonia afrocubana puede ser un espectáculo o incluso causar temores. Yo, en cambio, he aprendido a contemplar su belleza y me he dejado llevar por las energías intensas que te entran por los poros. Nunca se me ha “montado un santo”, eso sí, pero contemplar la manera en que estos creyentes se unen a sus espíritus es una experiencia única.
Vivo en un país de sincretismo ardiente. Por eso, durante la procesión de la Virgen de la Caridad (santa católica), capté a una joven que sacaba a pasear su muñequita amarilla para que disfrutara tanto como ella el estar cerca de la imagen de la virgencita. No habría nada extraordinario en la foto sino fuera porque esa muñeca amarilla simboliza a Oshún, diosa de la fertilidad y de otras muchas cosas en el panteón Yoruba, nuestra raíz africana más fuertemente afincada.
De escena en escena, de lugar en lugar, encontré algunas de las imágenes que creo sintetizan mejor mis vivencias durante este “casi mes” que he dedicado a asistir a misas, cultos, toques de tambor y procesiones de vírgenes.
Lo que más me ha impresionado es encontrar tantos rincones y rostros de un país que se desbordan de fe. Y que seguirán desbordándose, porque son muchos los jóvenes que apasionadamente profesan su fe, herederos de una cultura hecha también de barros de religión.
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