La enseñanza de la Historia es un asunto que desata preocupaciones en la Cuba actual. Tanto es así que en el recién finalizado período de sesiones del parlamento, el tema generó amplios debates.
A los jóvenes no les gusta el teque, advierte el intelectual cubano Fernando Martínez Heredia. Yo, joven al fin, concuerdo completamente con su afirmación pues más de una vez he experimentado ese rechazo.
Solo sentí atracción por la Historia de Cuba en cuarto año de la carrera. Quizás bastante tarde si se tiene en cuenta que en la Isla la asignatura se imparte desde la primaria y luego se retoma en todas las enseñanzas posteriores. Es decir que desde la primera década de vida hasta la adultez, a los ciudadanos cubanos nos inoculan lecciones del pasado de nuestra nación. Sin embargo, no siempre esas lecciones son efectivas.
Como decía, yo sentí de veras el impacto infalible por el accionar de mi tierra a la altura de la universidad. Si a alguien le debo tal huella es al maestro Antonio Álvarez Pitaluga. El profe nos ayudó a construir un pensamiento orgánico con bases analíticas e interpretativas, en torno a las realidades pretéritas de este archipiélago caribeño. También derribó muchos de los paradigmas que se nos asientan en el subconsciente durante años de docencia y luego coreamos como autómatas.
El éxito de las enseñanzas del catedrático se debió, indudablemente, a su modo único de implementar la pedagogía. Y es que sus clases se convertían en una tertulia donde se armonizaban las risas, el humor sarcástico y las ocurrencias, con una sapiencia vastísima. Durante sus turnos aprendimos a retratar a los personajes históricos, no con el ropaje inmaculado descrito en los libros, sino como los hombres de carne y huesos que fueron en realidad. Y los catalogo como “personajes” precisamente porque Pitaluga narraba la Historia como si se tratara de una película de aventuras, lo cual a los alumnos nos fascinaba.
Hace pocos días el noticiero de las ocho de la noche me hizo recordar aquellas deliciosas conferencias. Escuchaba un resumen de los debates en la Asamblea Nacional del Poder Popular sobre este tópico. Varios parlamentarios refirieron la necesidad de promover la afinidad por la comprensión de la Historia de Cuba en niños, adolescentes y jóvenes. Se habló acerca del ajuste de los modos de aprendizaje para que la materia resulte seductora y efectiva.
Para nadie es un secreto que la mayoría de los estudiantes juzgan la historia cubana como una trova que por obligación toca digerir. Ese tipo de percepción condiciona la tendencia de los docentes a memorizar los contenidos solo cuando se acerca un examen, con el propósito evidente de obtener notas satisfactorias. Ante este panorama cabe preguntarse ¿A dónde va a parar entonces el proceso de discernimiento necesario para cristalizar los saberes? ¿Cómo se interesarán los jóvenes por el pasado de su país cuando lo restringen a un esbozo mecánico?
Las maneras en que se transmiten los conocimientos son fundamentales y signan gran parte de la evolución educativa. En ese sentido el escenario cubano se encuentra frente a un notable desafío. Tal y como se manifestó en la Asamblea Nacional, las prácticas pedagógicas no son todo lo adecuadas que debían ser.
En ocasiones los maestros consideran la enseñanza de la Historia como uno de los tantos deberes que engrosan su listado laboral. En consecuencia bien sea por comodidad, costumbre, dejadez o carencia de nociones, transmiten falta de interés e iniciativa y lastran la posibilidad de generar juicios sólidos en los estudiantes.
Mientras perdure la usanza de mostrar el pasado como un teque o una crónica rosa donde están muy bien definidos quiénes son los buenos y quiénes los malos; mientras no se muestre la gama de contrastes y se siga recitando en matutinos una fábula apologética de nuestros antecedentes, de seguro los jóvenes se encogerán de brazos y harán de la indiferencia un refugio.
Precisamos de muchos “Pitalugas” en las aulas cubanas, cuyas investigaciones coloquen a la Historia en el sitio merecido, sin que ello signifique una glorificación vacua desprovista de equívocos. De tal suerte dependerá una identificación con lo que fuimos, y por consiguiente, con lo que probablemente seremos.
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Edgard J. González.-
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