Robertiko Ramos, Roberto Ramos Mori en la galería taller de tatuajes La Marca, en La Habana Vieja, Cuba

Foto: Pedro Sosa Tabío.

Las marcas de Robertiko Ramos

11 / febrero / 2022

Dos niños se mueven como hormigas por las galerías amplísimas del Museo de Bellas Artes, en La Habana. Es la primera mitad de la década del ochenta y la entrada al museo es gratuita, así que los hermanitos, que viven cerca, lo han tomado como parte habitual de su ruta de mataperreo, que también incluye el cine Actualidades y buena cantidad de las calles que se pierden en la frontera entre Centro Habana y La Habana Vieja.

El mayor se asegura de agarrar bien la mano del otro y de adentrarse cuanto puede en aquellos cuadros que, al ser tan pequeño, le parecen siempre gigantes, majestuosos.

El menor es más enérgico, más necesitado de escaparse del tercer piso en el que viven. El otro, no. A él le bastan una hoja de papel y un lápiz para pasar horas dibujando, sin pensar en nada más. Quizá por eso queda tan absorto ante los cuadros.

Cuando crezca, será un flaco de barba irregular, con una melena que se recogerá en un moño, llevará chaquetas con parches de letreros y calaveras que a veces se remangará para dejar ver unos brazos enjutos repletos de tatuajes.

Roberto Ramos Mori o Robertiko Ramos, como es más conocido, será diseñador de vestuario, director de arte, dibujante, cartelista, tatuador y activista LGBTIQ+. Se moverá mucho, tanto en un mismo lugar —con una especie de hiperactividad— como por varios. Será fácil encontrarlo, por ejemplo, en un evento de colaboradores de elTOQUE, llenando de dibujos una libretica que le acaban de regalar; en la calle San Lázaro, al frente de una pequeña caravana ciclística que va ondeando banderas de arcoíris por la ciudad; en Instagram, usando un pulóver con el texto «pájaro» enmarcado en un rectángulo también de arcoíris; en Telegram, recaudando fondos para imprimir calcomanías por un Código de las Familias «incluSÍvo»; o en Facebook, pidiéndole al presidente del país que no sea cheo y otorgue un indulto a los presos políticos.

Se apropiará de la palabra maricón para usarla hacia sí mismo y hacia otros como gesto de reivindicación; tratará a los recién conocidos con familiaridad y puede que, después de saludarte por primera vez, lo segundo que haga sea llevarse la mano al bolsillo, decirte «Vaya, toma», mientras te regala dos condones etiqueta Lifestyle.

El 16 de mayo de 2019, cerca de las cinco de la tarde, entrará un hombre a La Marca, estudio-de-tatuajes/centro-cultural en el que Robertiko trabajará junto a amigos, y le dirá:

—Te vengo buscando a ti mismo, porque tú eres el mejor tatuador de Cuba y tengo dos amigas que se quieren hacer unos tatuajes contigo. No pueden venir ahora, pero tengo las fotocopias de lo que quieren en el carro. Ven y te las enseño.

Robertiko no picará. Primero, porque él tatuará solo sus propios diseños, de la forma tradicional: aguja en mano y tinta, a muleta, sin máquina. La combinación de su estilo de dibujo old school con su técnica antigua no será algo que dos hipotéticas mujeres que ni siquiera pueden ir a verlo en persona parezcan tener ganas de hacerse. Segundo, porque pensará: «Chico, ahora la gente escanea o imprime, ¿quién coño sigue diciendo “fotocopia”?». Y tercero, porque el disfraz del desconocido no podrá ser peor. Llevará hasta un eslabón de cadena intentando pasar por argolla en un lóbulo sin agujero.

Robertiko mandará al sujeto a que, si quiere, busque las «fotocopias» y se las traiga, y en menos de dos minutos tendrá un Lada parqueado frente a la puerta del estudio, en la calle Obrapía, a pesar de la prohibición de que circulen automóviles.

Nada de esto lo tomará por sorpresa después de haber estado por días recibiendo e ignorando llamadas y mensajes de desconocidos. Decidirá acabar con la situación de una vez. Saldrá, aunque sus compañeros de La Marca intenten detenerlo. Se inclinará hacia la ventanilla. Alguien lo agarrará por detrás, lo esposará, lo hará entrar al carro por la fuerza y se lo llevará.

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Foto: Pedro Sosa Tabío.




***

En Bellas Artes se detiene unos minutos frente a La Anunciación, de Antonia Eiriz. Puede pasar mucho tiempo mirándola. Quizá puede verse a sí mismo dentro de la pintura. Después, se verá también en la autora.

El cuadro pasará a formar parte de una trinidad de obras que, incluso de adulto, recordará como si cada día viera por primera vez La Anunciación, un cartel de Moby-Dick y otra pintura de la que no recordará título o autor, pero sí la brutal escena erótica que representa. En esas tres obras está, en buena parte, su vida; y en su vida está la explicación de por qué será secuestrado por la policía en 2019 y por qué, aun después, estará dispuesto a que se lo vuelvan a llevar.

La mujer de la máquina de coser

La Anunciación es un cuadro inquietante, de colores opacos. Muestra una mujer tumbada contra el espaldar de un butacón, frente a una máquina de coser antigua, con un rostro que se debate entre el horror y el cansancio. Sobre la máquina flota un ser espectral, terrible. La escena es una alegoría del episodio evangélico en que el ángel Gabriel se presenta ante María para avisarle que será madre de Jesús. 

Una señora recia, republicana sobreviviente de la Guerra Civil Española, más que enchapada a la antigua, vive con su hija en un apartamento en Playa. La hija, a pesar de haber tenido una infancia de escuela de monjas y disciplina, creció con una mente abierta. Es madre soltera de tres hijos que parió después de los 35 años.

El primero en nacer es Robertiko. Le sigue un hermano y por último una niña. Cuando comienzan a crecer, chocan las ideas de crianza de la madre con las de la abuela, y la primera decide irse a un apartamento que su padre le había regalado, en La Habana Vieja. Se lleva a los dos varones. La abuela se queda con la menor, «como es la hembrita, para que no pase trabajo».

Lo de La Habana Vieja es un «cucurucho». Aproximadamente cuatro por cuatro metros y una barbacoa, en un edificio viejísimo que, para los años 2000, estará inhabitable, listo para demolición.

La madre se dedica a criar a los dos niños. Trabaja una jornada en la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana y otra en casa, cosiendo con su máquina lo que le encarguen.

Robertiko, a lo largo de su niñez, la verá muchas veces caer contra el espaldar del asiento, vencida por el cansancio del trabajo arduo y de muchas otras cosas. Por eso, cuando entre a mataperrear a Bellas Artes, se quedará siempre frente a La Anunciación, que será como estar en casa.

Años después, sabrá que la autora, Antonia Eiriz, artista cubana de élite, fue relegada durante unos veinte años a enseñar papel maché a los vecinos de su barrio por pintar «cosas feas» y expresionistas en un momento en el que que todo tenía que ser «bueno» y apegado a una supuesta realidad socialista. Luego se tratará de corregir el error y se celebrarán exposiciones y homenajes dedicados a ella. Nunca le pedirán perdón.

Así, Robertiko aprenderá que el opresor no se disculpa. De Antonia, se quedará con la obstinación de aquel cuadro suyo en el que puso cinco micrófonos apuntando al espectador y tituló Yo también soy el pueblo.

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Foto: Pedro Sosa Tabío.

La ballena blanca

En una de sus visitas al cine Actualidades, para ver la tanda de películas infantiles de la tarde, Robertiko descubre el cartel de Moby-Dick. Recordará siempre los colores, la tipografía, pero sobre todo la cola de la ballena. La gran ballena blanca, condenada a ser obsesivamente perseguida, hasta la muerte, por ser distinta a la mayoría.

Robertiko tiene 12 años. Se pasa la mano por la nuca y siente un abultamiento raro. Se asegura de que nadie lo esté mirando. Palpa bien toda la parte posterior de su cuello. No hay dudas, le ha salido una bolita extraña.

Más tarde se inspecciona en el espejo. Ahora, además, tiene un grano, también en el cuello, pero hacia un lado. Después se nota otro y luego otro. Los cubre como puede para que nadie los vea y se dispone a disfrutar «el tiempo que le quede» antes de que vengan a buscarlo. Está casi seguro de que se lo van a llevar. Dicen que lo más probable es que te secuestren para soltarte después y mueras quién sabe dónde.

Corre la segunda mitad de la década del ochenta y en Cuba se detectan los primeros casos de VIH. Está registrado, como primer portador del virus en el país, un cubano que vino de una misión en Mozambique. Le siguen sus compañeros de trabajo, que mantuvieron relaciones sexuales con la misma mujer africana.

Ninguno de estos casos es públicamente anunciado aún, pero la gente habla de que está el ¡¡¡siiidaaa!!! regado en las calles. Las autoridades tienen que decir algo.

El primer paciente en ser señalado en los medios de comunicación no es un respetable cumplidor de misión en África, sino un hombre homosexual. Los homosexuales, perseguidos, obligados en el pasado a cumplir trabajos forzados en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), mencionados en los sesenta por el discurso oficial como degenerados, indeseables… ahora, según la creencia popular, son los endemoniados portadores del sida.

Inicia una campaña masiva para la realización de pruebas de VIH. No se hacen esperar los nuevos mitos: si das positivo, te envuelven en un nailon y te desaparecen, nadie te ve más… Si eres homosexual, también; por si acaso.

En 2022, Robertiko afirmará: «Uno no se hace maricón, uno sabe que es maricón toda la vida; y mucha gente podrá contar cómo salió del clóset o qué sé yo, pero el clóset mío se lo ahorraron en la carpintería. Nunca tuve eso».

En 1987, es aún un niño, no ha tenido relaciones sexuales con nadie, pero tiene estos granos tan raros… ¿Qué puede ser sino eso, la enfermedad de la gente como él? Hace apenas dos días le tocó hacerse la prueba, como a miles de personas en el país, así que no tiene escapatoria, piensa. En cuanto tengan su resultado positivo, vendrán a llevárselo.

«Soy tan diferente, que hay incluso una enfermedad específica para el tipo de persona que soy. Si la vida que me tocó está condenada a terminar de esta manera, ¿qué se le va a hacer?», se dice.

Varios días y muchos granos después, no puede seguir escondiéndolos. Su madre los nota. Lo que tiene Robertiko es varicela; pero, más que cualquier cicatriz que le pueda dejar alguna de las erupciones, lo marcará para siempre la angustia de sentirse condenado por ser quien es.

También aprenderá, con esto, que la violencia no es siempre física; y se dará cuenta, con poco más de 10 años, de que no es la única persona así en el mundo. Aún está aislado, pero al menos no está solo.

La jauría

La tercera obra fue parte de la Segunda Bienal de La Habana. En ella un grupo de hombres protagonizaba una escena erótica muy gráfica. Sus penes alargados sobresalían de una maraña de cuerpos y eyaculaban en todas direcciones, mientras los acechaba una jauría de fieras dispuestas a todo contra las presas que les enseñaron a cazar.

***

Las «puertas abiertas» del Instituto Superior de Diseño (ISDi) son esta semana y Robertiko se apunta para ir. Sigue dedicándole tiempo al dibujo y eso lo ha salvado de mucho abuso. Ha ayudado a hacer murales, logotipos para su albergue y cosas así, pero la verdad es que no sabe ni qué se imparte en la escuela de Diseño. El librito que le dieron con resúmenes de todas las carreras a las que podía optar se ha mantenido tan cerrado como cuando lo tomó en sus manos.

En realidad va a las «puertas abiertas» para ver la calle. Es 1993, la comida en la escuela vocacional es mala y escasa; el pase, por la falta de petróleo durante el Período Especial, pasó de ser semanal a quincenal y, la verdad, prefiere estar en cualquier lugar antes que allí.

Desde que entró a ese sitio, con 15 años, chocó con un sistema disciplinario de cárcel cinematográfica. Los primeros albergues eran ocupados por muchachos dos años mayores que él, y estos rehúyen hacer limpieza, organizar. Procuran por cualquier medio que los demás lo hagan y presionan a los más desprotegidos.

Los métodos de presión iban desde obligarlos a limpiar baños hasta no dejarlos dormir o aguantarlos entre varios y turnarse para darles bofetadas. Aquí hay que ser hombrecito; no se toleran amaneramientos ni muestras de homosexualidad de ningún tipo. No es una prisión ni un centro correccional; es el Instituto Preuniversitario Vocacional «Vladimir Ilich Lenin».

Una escuela para la élite estudiantil que, durante los tres años que pasó Robertiko en ella, fue de impartir el ruso de los soviéticos al inglés del «enemigo» y perdió a muchos de sus profesores ante el emergente y mejor remunerado sector del turismo. Pero mantenía débiles intentos de formar al «hombre nuevo».

Robertiko es, todavía, un muchacho tranquilo. Pasa todo el tiempo posible con tres profesoras que, junto a un amigo de su edad, se han vuelto el último vestigio de amabilidad en medio de esta pesadilla; además de dejar correr la mierda cuando otros intentan obligarlo a limpiar baños.

En 2022, con voz encontrada, dirá sobre su forma de ser: «Si es injusto, a mí no me sirve. Así sea con alguien que creo que no puede aportar nada positivo. No puedo admitir que le hagan un allanamiento a esa persona, que le den una galleta en la calle, que le metan una patrulla sin contar con nadie… No, no, no. Es que vi hacer eso en la beca muchas veces, ¿entiendes? Los muchachos dándoles galletas a los más débiles porque decían que eran homosexuales y nunca los vieron singando con ningún tipo, sencillamente porque a ellos les parecía o porque sospechaban. No, lo siento. A lo mejor en la beca me lo callé, pero ahora no me voy a callar».

11 de mayo de 2019

En la tarde del 11 de mayo de 2019, el Parque Central de La Habana empieza a llenarse de gente y de colores. Algunos traen banderas cubanas, banderas del arcoíris, antifaces brillantes con plumas… El lugar está lleno de periodistas y fotógrafos que buscan captar el acontecimiento sin precedentes en Cuba de una marcha de orgullo gay sin convocatoria ni permiso estatal. En los alrededores, la policía se despliega entre el sigilo y una obviedad amenazantes.

***

Hace muchos años, cuando Robertiko salió de La Lenin, se hizo una pregunta muy seria: «¿Quién soy?». Había pasado tanto tiempo de su juventud en uniforme y encerrado, yendo a su casa dos días cada una o dos semanas, que cuando empezó la universidad y fue finalmente libre no sabía cómo debía vestirse ni qué música le gustaba, no sabía casi nada de sí mismo.

El primer año del ISDi iba a hacer los proyectos de diseño a casa de un amigo que no había pasado el preuniversitario becado sino en la ciudad —modalidad escasa entonces—. Escuchaba rock and roll, un género musical históricamente marginado y mirado con sospecha en Cuba.

Robertiko se contagió de esa música, empezó a andar con los frikis del barrio donde ahora vivía, en Alamar, y eso lo llevó por dos caminos. El primero: los tatuajes. Un día vio un alacrán que se había tatuado un amigo en la pierna y se enamoró del concepto de marcar a alguien para toda la vida. Averiguó quién se lo había hecho, fue a casa de la persona y, mirando su técnica, aprendió y empezó a hacerlos también, con un nivel de rusticidad y unas condiciones higiénicas que dejaban mucho que desear. «Estamos vivos de milagro», dirá tiempo después. 

La primera vez que tatuó, lo hizo con su propia piel. Se hizo en el brazo derecho el maestro Yoda bizco y con un porro en la boca. Hoy es una mancha verdosa con otros tatuajes encima, pero queda como evidencia de sus años de friki joven. 

El otro camino al que lo llevó el rock fue el Patio de María.

***

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Foto: Pedro Sosa Tabío.

Estaba previsto comenzar la caminata a las 4 de la tarde, pero la masa de personas abandona el Parque Central un poco retrasada. Baja por el Paseo del Prado, como si se tratara de la conga que desde hace más de una década organiza el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) durante las Jornadas contra la Homofobia y la Transfobia, pero no es la conga que por 11 años se ha celebrado. Las decenas de participantes claman por una Cuba diversa.

La primera versión pública de la nueva Constitución (2019), en su artículo 68, definía el matrimonio como la unión entre dos personas, sin definir su sexo, género ni orientación sexual. De haberse aprobado, hubiera representado de facto la legalización del matrimonio igualitario en Cuba, pero no fue así.

Los medios de comunicación oficiales se encargaron de mostrar cuánto se discutía sobre el tema en reuniones de barrios y centros de trabajo, mientras omitían otros asuntos tocados en esos mismos eventos, como la opción de votar directamente por el presidente del país. Al mismo tiempo, se desplegó una fuerte campaña por parte de iglesias y grupos fundamentalistas. Finalmente, eliminaron la descripción del matrimonio como unión entre un hombre y una mujer, pero no definieron quiénes podrían contraerlo. Quedó pendiente de la actualización del Código de las Familias.

La eliminación de la formulación original del borrador caldeó los ánimos de la comunidad LGBTQI+. Poco después, la inexplicable cancelación de la tradicional conga del orgullo gay fue la gota que colmó la copa.

Por eso, marchan sin permiso del Gobierno desde el Parque Central con la idea de alcanzar el malecón y continuar camino a lo largo de la avenida. La intención es seguir; pero justo al final de Prado los están esperando.

***

El Patio de María era un centro de juventudes que abrió a finales de los ochenta en el barrio La Timba, en Plaza de la Revolución. Siempre fue un punto de reunión de frikis, donde los grupos de rock cubano podían dar conciertos y los fanáticos podían disfrutarlos, mientras se les repudiaba en casi todo el resto de los espacios recreativos de la ciudad.

Durante los noventa, además, el Patio comenzó a acoger campañas contra el VIH-sida y de orientación sexual en general.

Allí Robertiko vio por primera vez a un grupo de activistas LGBT. Eran españoles, del País Vasco, dieron una conferencia sobre cómo hacer activismo desde la acción personal o un centro cultural como el Patio, aunque fuera muy primario.

Luego, se acercó a los miembros del Grupo por la Libre Expresión de la Elección Sexual, a quienes vio por primera vez sacar una bandera LGBT en pleno Primero de Mayo en la Plaza. También vio cómo se la arrebataban agentes del Ministerio del Interior.

Desde entonces, nunca más pudo separarse del activismo LGBTIQ+. Se fue adentrando cada vez más, hasta ser uno de los rostros más reconocidos del movimiento en el país.

***

Robertiko se adelantó al resto de la marcha y logró doblar por Malecón. Cuando pasó, aún no estaban alineados los oficiales uniformados con que se encontrarían los demás.

Luego de haber avanzado un poco, se detuvo a esperar al resto. Notó que no llegaban y regresó a ver qué ocurría.

Cuando Robertiko llegó, supo que hombres de civil se habían llevado a varios activistas. Al resto le habían impedido el paso y los habían obligado a «disolver la masa». Un oficial gritaba que quién era el líder. «Todos», le respondían, como en aquella lectura de primaria en la que el pueblo respondía: «Fuenteovejuna, señor». El oficial no lo creía, o no lo entendía.

Cinco días después, medios alternativos cubanos denunciaban el secuestro de Roberto Ramos Mori por parte de la Seguridad del Estado.

Cuidado con lo que quiten

—Querían saber si yo había sido el organizador —cuenta Robertiko Ramos en La Marca y se ríe. Le gusta bromear con que el interrogatorio parecía un casting: «¿Serás tú la persona que andamos buscando? ¿No? ¿Entonces será el otro?».

—Dos días antes —continúa— Mariela Castro dijo que había sido una marcha organizada desde Miami y Matanzas. ¡Si yo estaba en La Habana! ¿Entonces? Esa marcha la organizaron ellos mismos. La organizó la Asamblea Nacional del Poder Popular, por negociar con los derechos de uno, de forma insolente, como si uno fuera inválido, incapaz de hablar por sí mismo y de saber lo que es pertinente y lo que no. O sea, tengo que recoger lo que me den y darles las gracias, porque no me puedo valer por mí mismo. ¡Nooo!, porque es mi vida.

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Foto: Pedro Sosa Tabío.

Entra a una habitación estrecha que queda al fondo del inmueble y vuelve a salir con una taza de café. Debe ser la cuarta en menos de una hora, como si se fuera recargando. Debe estar frío, además, pero eso no parece importarle.

Regresa a donde estaba sentado: una escalera de caracol estrecha que conecta la parte expositiva del centro con el estudio de tatuajes.

—Ahora se va a actualizar el Código de las Familias…

—Sí —da un sorbo apurado y vuelve a la carga. No puede callarse más de medio minuto con estos temas. La actualización del Código de las Familias es una asignatura pendiente hace tiempo. En este país se acostumbra a ver las cosas cuando el Gobierno hace ver que existen, pero eso ahora no es un invento del Gobierno, es una demanda supervieja del activismo LGBTIQ+.

—¿Qué te parece que se someta al mismo proceso de la Constitución, debate público y referendo?

—Es un disparate total. Tener que volver a pasar por esa violencia en los debates de los cojones esos… Para oír la misma mierda, con los mismos «argumentos», que ninguno es argumento.

«A mí no me pueden meter el cuento de que hay cosas que aportar. No hay nada más que aportar. Eso está revisado con lupa. El activismo de este país se encargó de sacar cosas de ahí que hicieron que esta versión 23 sea mejor que la 22, y la 22 estaba bastante bien. Nos encargamos de quitar cosas con pinza y nos aseguramos de que se quedaran fuera, como las relacionadas con posiciones político-ideológicas de los adoptantes, lo del matrimonio infantil, la gestación solidaria. Ese tipo de cosas. Estamos inconformes todavía con otras, pero están puestas en un documento. ¿Qué puede aparecer a nivel de barrio, en debate, como para cambiar un artículo? ¡Cuidado con lo que quiten, porque estamos hablando de derechos humanos!».

Deja la taza sobre una mesa repleta de libros de tatuaje y vuelve a ponerse de pie. No puede estar tranquilo.

—Si van a quitar algo —da cierre a la conversación—, que pongan las patrullas, pero que las vayan moviendo ya.


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