Foto: Alain Gutiérrez.

Foto: Alain Gutiérrez.

Nuestra locura

25 / diciembre / 2020

Raros días han sido estos; como si el balance de lo sucedido con el Movimiento San Isidro (MSI) o con la concentración del 27 de noviembre (27N) frente al Ministerio de Cultura, estuviese aún pendiente, en disputa. A esto se suma que es difícil de explicar lo que está sucediendo, algo que confirmo en especial con amigos de otras latitudes. Lo que se cuenta, las palabras mismas que usamos, parecen exigirnos de antemano la selección entre bandos. Y acabo siempre intentando explicar por qué ofrezco mi solidaridad a un joven que no conozco, y que muestra su simpatía por un presidente que está en las antípodas de las cosas en las que creo.

A la breve vida del diálogo pactado le ha seguido una hábil campaña de deslegitimación de dicho proceso en los medios públicos. Acciones de terrorismo de meses pasados, imágenes y audios que anuncian planes de golpes, financiaciones de la CIA, la amenaza de una intervención, son fragmentos asociados sin mayores evidencias, pero con mucha eficacia. De manera simultánea, continúan las reclusiones forzadas y las detenciones temporales de artistas e intelectuales —que no es lo mismo que ser desaparecido o asesinado extrajudicialmente, bien sabemos, lo cual hace de estas formas de administrar el miedo un instrumento particularmente eficaz—.

En este contexto vemos avanzar una preocupación por la validación de los interlocutores. Casi confesionalmente condenamos bloqueos e intervenciones como quien pide permiso para ser escuchado: mientras algunas palabras se tornan sagradas, otros nombres se convierten en tabú.

Frente al pedido del diálogo algunos proponen identificar condiciones de frontera, lo cual es una precisa forma de entender en qué consiste el recurso del régimen cubano. Reafirmar esa frontera, reclamar definiciones, rechazar ambigüedades: la mejor forma de controlar los límites del debate, y arrojar fuera a aquellos calificados de anexionistas, mercenarios —y ahora también malinches, groseros y vulgares—.

Junto a muchos otros, el video autograbado por Denis Solís es repetido para deslegitimar un movimiento diverso y complejo, pero cuya voz pretende compactarse allí, en aquellas frases: ¡Donald Trump es mi presidente! … con todas sus interjecciones. Las voces diversas de ese movimiento, incluyendo a líderes que no estuvieron en la huelga, no aparecen en estas transmisiones. Vemos lo que la campaña mediática quiere que veamos.

El antimperialismo, en su tradición universal más amplia, es de las pocas posiciones que abrazo absolutamente. Pero en el contexto que vive Cuba hoy, la defensa por la soberanía no puede convertirse en un recurso aristocrático para silenciar la voz de sectores populares. Frente al efecto descalificador de la estrategia discursiva de la reafirmación de fronteras ideológicas, considero crucial advertir las necesidades comunicativas contenidas en muchas de las expresiones que hoy se nos presentan con demasiada prisa, y frente a las cuales se movilizan no tan veladas reacciones racistas, clasistas y misóginas.

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La maldita circunstancia del agua por todas partes, Sandra Ramos. Imagen: Tomada de CubaEncuentros.

 

Mi interés acá no es la violación del debido proceso en el caso de Denis Solís (véase el texto de Eloy Viera), sino que pensemos en esa frontera para el diálogo, en sus efectos sobre quienes seguimos lo que sucede en Cuba, y su lugar en las circunstancias que hacen que un joven cubano —uno de muchísimxs más—, que posiblemente encarna el imaginario racista, xenófobo, clasista y sexista del trumpismo, tenga que recurrir a un derrotado presidente para expresar su protesta de contenido cívico (sic) frente al Gobierno cubano.

No pretendo tampoco validar una opinión formada sino abrir interrogantes, algunas que permitan pensar en las implicaciones de que Denis Solís —uno de muchísimxs más— convierta su piel en vehículo del mensaje que se intenta censurar, con un tatuaje categórico: «Cambio, Cuba»; un mensaje que en su literalidad es compartido por el mismo Estado que le encarcela.

Entender la significación de muchas de estas expresiones implica rechazar tanto la generalización como la condescendencia. Supone entender, además, cómo la identificación de fronteras para el diálogo y la validación de interlocutores tiene un efecto de silenciamiento general frente a los reclamos que concurren en el actual contexto. La efectividad del recurso del Estado se expresa en que las preguntas sobre los contenidos para el diálogo dan paso a la necesidad de muchas personas de no ser identificadas con ese referente negativo que se nos presenta en los medios. Esto es entendible, porque hace falta mucho coraje, mucha desesperación, mucha locura, para hacerle frente a la Historia; porque eso es lo que moviliza el Estado cubano, la revolución más importante desde la segunda mitad del siglo xx, frente al reclamo por el diálogo.

Es aquí donde es importante no reproducir esa jerarquía elitista que se va haciendo hábito, para desde allí legitimar ciertas voces y abandonar otras al impulso punitivo. Y entender además las consecuencias que tiene no solo el silenciamiento, sino la calificación de reclamos diversos como anticubanos o mercenarios. Pensemos, por ejemplo, en un caso extremo. Uno que se nos presenta en el contexto actual como si todo estuviese dicho. Vayamos a aquella madrugada del último día de abril, cuando en medio de una pandemia global un hombre ametrallaba la fachada de la embajada cubana en Washington: Alexander Alazo, cubano, 42 años, residente en EE. UU. desde 2007, y de quien supimos después que padecía de trastorno delirante. Mientras la Casa Blanca hacía silencio frente al ataque, Granma cuestionaba la condición mental de Alazo, como si en ello se jugara la gravedad del hecho.

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Rito

Lo evidente de aquella noche fue el ataque armado. Sabemos por los reportes de 32 disparos de un AK-47 a la fachada de la embajada. Uno de aquellos proyectiles atravesó la chaqueta de bronce de la estatua de José Martí, que, junto a un mástil y la bandera, ocupan el jardín del edificio. Y toda esta escena permite a un funcionario afirmar que el ataque buscaba también destruir símbolos.

Hay, sin embargo, algo profundamente íntimo en este evento, o en términos de Freud, siniestro (uncany), entendido como «aquello extraño que nos resulta familiar». Suspendamos acá el deseo punitivo, no como condición para generar una explicación etiológica de alcance criminológico, ni tampoco para sanear el evento de su violencia. Sí por una segunda lectura, revisionista, con el propósito de pensarnos en aquel acto, de reconocer en dicho evento una oportunidad para el autorreconocimiento colectivo y la imaginación del futuro.

Sin subvalorar la condición sicológica del agresor, este evento violento, acaso efímero e inconsecuente, puede ser interpretado como expresión del análisis que propone Gayatri Spivak sobre el habla subalterna (1983). Si se presta atención a los detalles, se podrá notar una necesidad discursiva que se expresa de varias maneras.

Consideremos acá la declaración inicial de Alazo, y que conocemos gracias al trabajo investigativo de Periodismo de Barrio. Téngase por sabido en este texto aquello que es resultado de un proceso de decodificación y recodificación, un ejercicio de traducción complejo, que no se limita a la traducción idiomática, y que supone además racionalizar en el texto escrito el discurso angustiante de un hombre enfermo. En este texto, en alguna medida apócrifo, puede leerse lo siguiente:

 Alazo manifestó que él arribó a la embajada y comenzó a gritarles a ellos, y que intentó quemar una bandera cubana, pero que no pudo conseguirlo. Alazo entonces tomó una bandera americana y gritó hacia la embajada cubana que él era un yankee. Alazo entonces procedió a tomar su AK-47 de su vehículo, y disparó hacia la embajada cubana.

Este fragmento revela varios elementos que nos permiten recomponer la inquietante escena. Mas allá de los juicios sicológicos, esta secuencia registra simbólicamente lo que Arnold Van Guennep denominaba «rito de paso» (1960); un proceso marcado por el tránsito entre dos opuestos, y que refleja in extremis la locura identitaria de muchos cubanos.

Ese acto fallido de quemar la bandera cubana, como renuncia de la identidad, de la ciudadanía, y que es en verdad la renuncia de un significante saturado, fijo, cargado de un contenido producido de manera unívoca, y que vincula el ser cubano con la revolución, Fidel, el heroísmo, la idea de justicia, la resistencia, la isla, el 10 de octubre, la Constitución de Guáimaro, el grito de Yara, Maceo, el Mayor, Gómez, todas las cargas al machete, la Enmienda Platt, los independientes de color, el tabaco y el azúcar, la del 30, el texto secuestrado de la Constitución del 40, los sargentos generales, los golpes de Estado, las torturas, los ojos en las manos de Haydée Santamaría, el rombo rojinegro del 26, Playa Girón, la rumba, 1962, la embajada del Perú, los tanques en Praga, Angola, el muro de Berlín, Ochoa, el comunismo, los permisos de salida, las balsas anónimas, todo eso, y mucho más, mucho más, junto, sintetizado, como una sola palabra, una sola forma de ser, una verdad sin tonos, un muro de un solo color, una epidermis, color cubano. Alazo habría estado quemando en la bandera ese significante, como quien se despoja de una carga pesada, como quien cambia de piel.

Pero la quema según el informe «was unsuccessful». No es fácil matar una identidad. Ese breve instante de liminalidad, de despojo, ese debería ser un instante decisivo. Hay miles de historias de gente que habitan allí, precisamente en ese in-between, en ese entredós, sin soltar enteramente todo ese significante, y sin abrazar enteramente ningún nuevo gentilicio, viviendo permanentemente con la sensación de la espera, en errancia.

Pero ese no fue el caso de Alazo, ya lo sabemos. Aquel momento debe haberle parecido insignificante; y mecánicamente hizo algo práctico dentro de la racionalidad eclesiástica de ese régimen de verdad que son los nacionalismos. Alazo abrazó la contraparte, el némesis de la esencia de la que intenta alejarse. Abrazar la bandera americana y declararse «yanqui» equivale a la reapropiación del epíteto, su resignificación. Como si confesara cierta insatisfacción con todo aquel tránsito, dejó que el AK-47 comunicara su ira, repetidas veces, como amplificación de su voz; y quizás desde ahí, hasta aquel Martí cómplice también merecía lo suyo.

Isla

No hay dudas de que las acciones violentas organizadas por cubanos desde los EE. UU. han sido permitidas y respaldadas como parte del diferendo entre ambos Estados. En una audiencia celebrada en Miami en mayo de 1976 organizada por el Senado estadounidense, un teniente del condado de Dade, a pesar de reconocer la existencia del terrorismo, apuntaba: «no tenemos jurisdicción en estos asuntos». Sin embargo, explicar el fundamentalismo cubano como resultado del auspicio estadounidense de estas posturas es una evasión del problema. Entender sus condiciones supone —como señala Julio Antonio Fernández sobre el fundamentalismo religioso— valorar los efectos de un ambiente político caracterizado por posturas extremistas y vigilantes de la libertad asociativa.

Si algo otorga sentido a las acciones de Alazo frente a la embajada, acaso imperceptible y sin sentido (nonsensical) para lectores ajenos a nuestro orden social, es la preeminencia de la separación entre el adentro y el afuera; nuestra fantasía insular, expresada en ese régimen fronterizo, innombrado, naturalizado, y sobre todo, internalizado, como expresión de su eficacia ideológica. Este acto extremo asemeja a otros actos y subjetividades que dan cuenta de un contexto histórico que ha reproducido formas de pertenencias excluyentes y maniqueas, cercanas a lo que Amin Maluf denominaba «identidades asesinas»; actos que, en últimas, revelan algo sobre la estructura sicológica de nuestro orden político-social.

En su clásico Contrapunteo cubano entre el tabaco y el azúcar (1940), Fernando Ortíz explica lo cubano como expresión de la interacción permanente, que no resuelta, entre el universo de relaciones sociales organizadas alrededor de la producción del azúcar y el tabaco. En los muchos contenidos que Ortíz asigna a estas plantas, el tabaco es autóctono, la azúcar, importada. Si extendemos esta tesis al contexto posterior a 1959, la interrogante sobre lo cubano puede pensarse como expresión del contrapunto entre el adentro y el afuera, y los imaginarios identitarios disputados en dicha tensión. No se trata acá de una simple referencia de localización espacial, teniendo en cuenta que el discurso político y jurídico de la revolución acentúa la exclusión del afuera trayéndole al centro del diseño de lo nacional en forma de excepción. El afuera no es ya una designación espacial, sino el referente negativo de constitución del orden social cubano.

Ese afuera designa también el lugar del disenso, porque ser considerado disidente en Cuba es vivir en estado de excepción. Es estar del otro lado de la frontera; es ser ubicado fuera de la ley. Disidente identifica un significante que reúne en el cuerpo señalado la marca de terrorismo-anexionismo-imperialismo-contrarrevolución. No importa si esto es cierto o no, sino que la designación tiene un efecto de excomulgación. Esa exclusión como estructura es expresada frente al performance de Luis Manuel Alcántara Otero con aquel: «Yo quiero una Cuba sin Alcántara»; o a través del acto de repudio, que constituye no solo un acto violento, sino una institución del orden político-social cubano, en el que el disenso es gestionado mediante la recreación de un acto colectivo de expulsión de la persona repudiada.

Todo este régimen que une lo político con la identidad nacional, y que hoy se invoca nuevamente frente a las posibilidades del diálogo, es sustancia propia de la revolución cubana. Su proceso de conformación involucra diversos elementos, por ejemplo, el discurso del ostracismo reafirmado por Fidel Castro frente a malversadores y torturadores y extendido luego como norma migratoria general, los efectos de la invasión de Playa Girón organizada por la CIA, la ley 989 de ese mismo año frente a aquellos que «con imperdonable desdén abandonan el territorio nacional», y que se reafirma en 1980 con aquel «no los necesitamos». Un proceso de conformación colectiva, que entraña acaso la tragedia de quien ha tenido la razón, su certeza ciega.

Soliloquio

A un querido profesor en la colina le escuché la siguiente frase atribuida a Antonio Maceo: «el caballo se refresca con su propio sudor». Algo similar pudiera decirse de la acción colectiva. Que el Gobierno no quiera dialogar no implica que no lo hagamos entre nosotros mismos. El reclamo de diálogo no es solo un reclamo del ámbito del arte, como tampoco solo político (en su sentido más formal); es también expresión de un problema existencial.

Ninguno de los sujetos que los medios nos presentan como anexionistas y extremistas son enemigos de clase de una revolución en el poder por más de 60 años. Son, por el contrario, sujetos populares que expresan tanto la condición precaria en el contexto de la reforma, como el fracaso de la rigidez partidista de integrar el disenso y generar una nueva hegemonía.

Frente a los miedos que con razón puedan acompañarnos en estos momentos, no debe pasarse por alto los males presentes que se expresan en los reclamos de Denis Solís. No olvidemos que un momento crucial para él fue el decomiso de un bicitaxi por la policía, su única fuente de sustento. Para quien ha perdido hasta la posibilidad de ganar el pan, no hay tiempo para miedos futuros, el mal es inmediato.

Hace algunos meses, veíamos con desolación noticias y encuestas que colocaban a los migrantes cubanos respaldando la propuesta neofascista del trumpismo. Los sucesos recientes que siguieron al desalojo del grupo de Damas 955 y la concentración del 27N han abierto un horizonte de posibilidades que permite superar aquel discurso retardatario del extremismo que deposita esperanzas en intervenciones foráneas.

No se trata de afirmar —desde un intelectualismo ventrílocuo— que cuando Denis Solís dice Trump, o comunismo, no está diciendo lo que dice. Pero no se puede perder de vista el lugar en el que sus reclamos son planteados. Esto implica entender tanto la ausencia de espacios institucionales como de una cultura del disenso, que es ocupada por una permanente unanimidad. Sobre todo, implica comprender que el discurso de la redención y la libertad ha sido fusionado de manera tal con el discurso oficial, que es difícil plantear una crítica al Estado y a la revolución sin recurrir a los mismos marcos o a los mismos términos de lo que se pretende cuestionar.

Una buena parte de las posturas extremistas contrarias a la revolución son también resultado de la ausencia de alternativas políticas que permitan expresar reclamos legítimos. Este es uno de los retos más importantes del proceso que vivimos; y que implica la creación de un vocabulario que trascienda el mapa ideológico-discursivo binario que nos atraviesa. Esto es, en rigor, condición de necesidad para el cambio y la imaginación del país que merecemos. Un lenguaje nuevo que nos permita rechazar los extremos que se nos ofrecen; un lenguaje que habite en esa frontera. Uno que permita rechazar los presupuestos del odio. Acaso nuestro Aztlán, no como un tercer espacio partidista con una ideología definitiva, sino un espacio para la coalición y el diálogo, un archipiélago de sueños de futuro. Un idioma que acoja aquella tolerancia por la ambigüedad de la que hablaba Gloria Anzaldúa, frente al discurso de la intransigencia y la definición. Algo de esto hemos visto en los últimos días, porque lo más prometedor ha sido la concurrencia fraterna de diferencias para contar un futuro, acaso una revolución a una revolución, como si fuese al unísono su liquidación y su rescate.

En medio de este momento incierto, hay cosas que no tengo del todo claras. Pero eso no me asusta.

El peligro es la ilusión de que podemos saberlo todo, y la ignorancia de las posibilidades de la acción colectiva como espacio de aprendizajes; quizás baste ahora con que sepamos lo que no queremos. Sé además que es una inconsecuencia exigir a otros que tengan resuelto de antemano preguntas que son las de todo un país. Toda la solidaridad con Denis Solís, para que mañana sepa que su horizonte no es el del trumpismo, sino el de la nueva vida que se asoma.

 

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Pocoyó

Buen artículo, para que lo publiquen en el periódico Granma, es lo mismo que hacen ellos
Pocoyó

Orestes

Qué es lo mismo? Que hace quién?
Orestes

Melvis Sarduy castellanos

He leído este articulo dos veces y me falta una tercera, un análisis muy completo de lo que está pasando y debe pasar en Cuba, pasando por la historia del re-nombrado Denis Solís y el injusto proceso a que fue sometido, y que dio pie a los acontecimientos inusuales del 26 y 27 de noviembre en La Habana. Creo que este artículo escrito con tanta inteligencia integradora no debía quedarse en elToque, sino ser publicada en los órganos de prensa más importantes del país. Cambiaría el título: NUESTRA LOCURA, por “Bendita cordura”. Empezar por algo, publicar análisis como este llevarán por un buen camino al país. Estoy harta que subestimen mi inteligencia (y la del pueblo) con noticias falsas, parcializadas, incompletas, mal montadas, ese discurso hueco, vacío, en el que pocos creen tiene que parar, porque la vida anda por un lado y las cámaras de la Televisión y la pluma de muchos comunicadores anda por otra. Comentarios superficiales, clasistas, manipuladores abundan por ahí…hay que dialogar definitivamente, sino con el Gobierno entre nosotros, como propone el autor, para poder mañana mirar al horizonte y ver “esa nueva vida que asoma” , y que merecemos los cubanos. Gracias AHMED CORREA
Melvis Sarduy castellanos

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