Ruth Behar. Ilustración: Matria.

Ruth Behar. Ilustración: Matria.

Ruth Behar en los mapas cruzados de una abuela y su nieta

7 / enero / 2021

These boots are made for walkin’
And that’s just what they’ll do
One of these days these boots
are gonna walk all over you.
Nancy Sinatra

 

Como aquel Oldsmobile era el carro de sus sueños, consiguió un préstamo para comprarlo, aunque fuera un inmigrante recién llegado a Nueva York y aunque su esposa le reclamara.

Ese mismo fin de semana chocaron en el Oldsmobile de sus sueños cuando regresaban de visitar a otros cubanos que, como ellos, habían salido huyendo de la Cuba de los sesenta. La niña resulta ser la más lastimada en el accidente que les cambiará la vida.

Treinta años antes, una muchacha judía escapa de Polonia en el preludio de la Segunda Guerra Mundial. Embarca sola hacia Cuba, donde trabajará con sus manos para rescatar al resto de su familia. En su necesidad de calmar la nostalgia y compensar la distancia, le escribe cartas a una de sus hermanas.

Estas son las historias que cuenta la antropóloga cubano-americana Ruth Behar en sus novelas Lucky broken girl (2017), y Letters from Cuba (2020): la primera es sobre ella misma; la segunda, sobre su abuela materna. Dos mujeres, dos edades, dos nacionalidades, dos épocas, migraciones y aprendizajes de vida.

Su nuevo libro, Un cierto aire sefardí, publicado en España con traducción de Traveling Heavy, contiene varios ensayos personales y feministas.

Lucky broken girl se desarrolla en Nueva York en los sesenta. Ruthie, la protagonista, tiene diez años y ha emigrado de la isla junto a su familia cubana y judía. «La niña está llegando con sus padres, su hermano pequeño, sus abuelos, tíos y primos, para recrear su vida en Queens, donde viven muchos otros inmigrantes», cuenta Ruth evocando el inicio de su novela.

Al principio Ruthie tiene dificultades para adaptarse a los Estados Unidos porque le cuesta hablar inglés: «En la escuela está en lo que ella llama “la clase de los bobos”; ella lo ve así, siendo un grupo donde están los niños más rezagados».

«Cuando vivíamos en Cuba, yo era lista», comienza el primer capítulo, cuando Ruthie cuenta su frustración de saber la solución a un problema de matemática, pero no tener las palabras para contestar en inglés. «Hasta que un viernes, después de un examen, la maestra le dice que el lunes podrá ir a la clase avanzada. Ella está muy contenta; es una niña de diez años a la que de pronto todo empieza a salirle muy bien».

Pero justo antes del lunes tendrán el accidente. Ruthie se fractura la pierna derecha «de una forma muy severa. El médico decide enyesarle ambas piernas para prevenir que le crezcan irregularmente, porque va a tener que esperar algún tiempo hasta sanar». Una niña, que corre mucho y juega al pon con su amiga belga y otras niñas, ahora va a estar en cama por un año con un yeso que le llega a la cintura. Su madre, joven, coqueta y que disfruta salir, ahora tendrá que ser su enfermera y ocuparse constantemente de ella: «Imagina que no puede levantarse de la cama ni para ir al baño», dice Ruth. Tener medio cuerpo enyesado no será la única transformación: su mamá decide cortarle el pelo para que sea más fácil de lavar. Ruthie tira el espejo al suelo cuando le muestran su aspecto después del corte. «He aprendido a llorar sin hacer ruido, sin molestar a nadie», cuenta.

Al principio ambas están muy amargadas, «pero comienzan a pasar cosas buenas». La escuela pública decide, como cortesía, enviarle una maestra a la casa para que no pierda clases. Y este es el principio de la transformación intelectual y emocional que describe el libro; un viaje que hace Ruthie sin moverse de la habitación de su edificio en Queens.

¿Cómo influye en esto la maestra?

Ruthie siempre había sido capaz de expresarse a través de la actividad física, pero ahora esa no es una opción. Está encerrada, su cuarto es su prisión… Yo describo el cuarto como su isla («mi cama es mi isla»), de donde no puede salir. A la vez, de ahí nace todo ese mundo intelectual, y es su maestra quien la introduce en el universo de los libros. Ruthie empieza a recibir de su maestra una educación no solo académica, sino social y política hasta cierto punto.

Le empieza a llevar problemas de matemática, revistas, periódicos… Hablan de José Martí, de Martin Luther King; de cosas que están pasando en 1966, año en que se desarrolla la historia. Es un momento muy importante en los Estados Unidos para el movimiento por los derechos civiles.

Ella no puede caminar en ese momento, pero se enamora de unas botas llamativas que estaban de moda, y que además relaciona con una canción de la época, de Nancy Sinatra, «These boots are made for walking».

Gracias a todas estas influencias, será un año en que la niña no puede hacer más que leer y aprender. Está paralizada físicamente, pero su cabeza y su corazón siguen creciendo. Ser tan vulnerable y depender de otras personas también la hace empatizar con el sufrimiento de los otros. Empieza a perdonar.

¿Cómo aparece Cuba en la historia, además de como lugar de origen de la familia?

Hay muchas alusiones a Cuba. La mamá en particular es muy nostálgica; ella no quería irse, extraña mucho y además no ha podido aprender bien el inglés. Lleva menos de un año en Estados Unidos en ese momento. La niña, antes de sufrir el accidente, es quien va a los mandados con ella y quien le traduce algunas cosas. Le lee las cajas de los productos, los ingredientes, las instrucciones. Ruthie es quien está ahí para ayudarla. Siendo niña y no varón, la familia y la sociedad le dan el encargo de ayudar a preparar la comida. La están criando para ser una mujer según todo lo opuesto al feminismo: una niña cuyo deber es ayudar a su mamá, estar en la casa, lavar la ropa… El padre le dice a su hijo varón que no lo bese, que los hombres se dan la mano, que puede besar a su mamá pero no a su papá.

Sin embargo, la abuela polaca es mucho más feminista. Es muy independiente, trabaja en una tienda vendiendo telas, pero a diferencia de como era en Cuba, como empleada en lugar de dueña. La abuela está en contra de esa nostalgia de su hija. El papá tiene también la mirada hacia adelante: «Estamos en un país nuevo, hay que olvidar Cuba». La mamá no puede e intenta mantener el vínculo todo lo posible.

¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en el relato?

Yo me fui de Cuba realmente con cuatro años. Estuvimos un año en Israel y después fuimos a Nueva York porque ahí estaban la hermana mayor de mi mamá, mis abuelos… Por lo tanto, llegué con cinco años y empecé el primer grado. Cuando escribí la primera versión de la novela empezaba a esa edad y después poco a poco la niña iba llegando a los diez. Sin embargo, debí comprimir el tiempo para que la acción no estuviera tan dilatada desde el punto de vista dramático. Por eso, hice que tuviera diez años en el momento del accidente.

Cuando ocurrió, todavía mis padres no se habían adaptado, no hablaban el idioma, tenían miedo de no poder pagar los gastos médicos, de que nos regresaran a Cuba porque no eran ciudadanos… estaban muy asustados. Todo eso creo que se pudo comunicar.

Había inmigración cubana, pero yo quería que se viera que no era la única. Mi mejor amiga era belga y judía; vivía frente a nosotros. Éramos dos judías medio raras: una belga y una cubana, que no son identidades tan comunes. Hay otros personajes que se inspiran en personas reales, aunque la relación con ellas no haya sido la que narro en el libro. Los personajes son reales, pero creé vidas imaginarias para ellos.

Es una novela realista, pero hay momentos de fantasía, de magia. Por ejemplo, los encargados de la ambulancia, que siempre la llevan y la traen del hospital cuando tiene que cambiarse el yeso, vienen un día primero de enero porque había nevado. Saben que ella nunca había visto la nieve, y quieren regalarle una visita a la calle para que la vea, para que toque la nieve. Eso no pasó, pero quise que ella tuviera ese momento que representa algo tan mágico: ver la nieve para quien nunca antes la ha visto. Mis padres al leer el pasaje llegaron a creer que sí había ocurrido.

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Ruthie con su mamá frente al edificio, tiempo después. Foto: Cortesía de Ruth Behar.

Tienes una identidad binacional, ¿en qué idioma son tus recuerdos de esa época?

Creo que en los dos: inglés y español. Mis padres siempre me han hablado en español, incluso hoy día que ambos pasan los ochenta años. Y yo les hablo en español a ellos. Toda nuestra relación íntima la hemos vivido en ese idioma. Como siempre he tenido que traducir, siempre estoy entre los dos. A veces pienso en inglés y me pregunto cómo lo diría en español, y viceversa. En general, soy una persona que traduce del español al inglés, aunque a veces pase al revés. Las de la novela son experiencias que también viví de una forma muy visual, así que en ocasiones la memoria no usa un idioma ni otro, sino simplemente imágenes. Son imágenes que me ayudan a recordar.

¿Qué te animó a escribir esa memoria?

Siempre había querido escribir una novela. Como antropóloga me había basado en la vida real, grabar con apego a la realidad lo que me dice la gente para crear mis etnografías y mis textos; aunque mi obra también es muy personal e incluyo mis puntos de vista. Sin embargo, lo que había escrito de narrativa hasta entonces había sido no ficción. Escribí cuentos, poesía, pero me quedaba este deseo de escribir una novela y siempre lo iba dejando para después. Hasta un día que empecé a escribir pequeñas viñetas, escenas de esa experiencia que nunca he olvidado porque ha quedado marcada en mí: después de que sané, tuve que prácticamente aprender a caminar otra vez. Tenía miedo a correr, ya no me gustaba; dejé de hacer muchas actividades físicas. Luego, a mis 30 o 40 años, empecé a tomar clases de salsa, tango, y otras por el estilo; pero durante mucho tiempo le tuve miedo a lo físico, cierto miedo absurdo a volverme a fracturar la pierna y tener que volver a estar en cama.

Aquella convalecencia formó parte de mi identidad y de mi cuerpo, entonces empecé a escribir esos pequeños episodios; y lo que no podía recordar lo inventaba. Escribí como cien páginas, y me di cuenta de que estaba escribiendo la voz de la niña, más que la mujer adulta pensando en la niña o recordándola. Por eso Ruthie es la narradora.

¿Para quién la escribiste? ¿Quién sería el «lector modelo de la novela»?

Yo, pensando en adolescentes de diez años en adelante; pero también en adultos que hayan pasado por algún trauma. De cierta manera, no hay nadie que no haya pasado por algún trauma o una pérdida. Me han escrito adultos que han leído el libro. Me escribió una mujer que padece depresión. Me dijo que se identificó porque cuando se siente mal no puede salir de la cama ni tener contacto con el mundo. Me alienta que haya lectores tan distintos.

La idea de comunicarme con jóvenes me hace mucha ilusión; a la vez, me gusta que los adultos también puedan disfrutarlo. Todos fuimos niños en algún momento y puede que tengamos uno cerca.

¿Qué lugar tiene la migración en la historia?

En la novela nunca se olvida que la niña y sus padres son inmigrantes. En las discusiones que ella tiene con su maestra sobre libros queda claro que ve el mundo como una niña migrante, que está rodeada de otros migrantes. El mexicano, la belga, los de la India… Es un mundo de personas que hablan diferentes idiomas. La niña belga, además de ser judía, es hija de una egipcia. Uno advierte que son identidades complejas que se entretejen de manera particular y que forman parte ahora de los Estados Unidos.

El tema de la comida aparece también como forma de representar estas culturas. Se prepara arroz con pollo en casa de Ruthie, y ayuda a la mamá a batir los huevos para hacer el flan… La mamá de la niña belga les prepara unos dulces franceses llenos de crema. Aparecen esos detalles de personas que tratan de mantener costumbres y tradiciones.

Quería dar una visión positiva de los inmigrantes; no es que tuviera una agenda con esta novela pero, en un momento en que el Gobierno de Estados Unidos despreciaba tanto a los inmigrantes, quería mostrar que son personas muy luchadoras que llevan su cultura con ellos, a la vez que tratan de adaptarse al nuevo mundo al que han ido a vivir.

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Ruth Behar en La Habana en 2017. Foto: Claudio Peláez Sordo.

¿Cómo es la Nueva York que se representa?

A pesar de ser una gran ciudad, no es opresiva. A los 18 años me fui a estudiar a otro Estado y no volví a vivir en Nueva York. Siempre voy de visita porque mis padres y mi hijo viven allí. Yo la adoro porque me crié en esa ciudad. No en Manhattan, sino en Queens, un poco en las afueras de la gran ciudad. La novela es una carta de amor a la ciudad de Nueva York, a la diversidad, a las mezclas de esa ciudad, ese lugar tan multicultural. Es una visión bastante positiva de lo que era Nueva York en los años sesenta y muestra de cierta manera la pérdida de esa ciudad, que hoy es otra; aunque volví al barrio con mi familia para filmar un poco el lugar y el edificio donde viví de niña, y estaba exactamente igual. Era una zona muy humilde. Yo sabía que lo era, pero al ponerlo en contraste con los lugares en los que he vivido luego, me di cuenta de que realmente era un momento en que mis padres estaban luchando económicamente para encontrar su camino.

Me fascinó ir y ver que sigue siendo un barrio de inmigrantes. Vi mujeres con hijab, hablé con un señor peruano. Sentí una cercanía con ese barrio en la forma en que lo conocí hace tantos años.

Hoy en la que fue mi escuela se admiten más de cinco idiomas, porque se apoya la identidad bilingüe. Cuando llegué a Estados Unidos, si no hablabas inglés era como si fueras tonto. Ahora ayudan a estos niños, hay clases especiales para quienes vienen de otro país con el objetivo de integrarlos, algo que no existía en aquellos años.

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Ruthie con sus abuelos maternos antes de emigrar de Cuba. Foto: Cortesía de Ruth Behar.

Nueva York es también la ciudad de acogida final de la protagonista de tu segunda novela.

Sí, aunque la historia se desarrolla en sus años en Cuba: Letters from Cuba. Es sobre mi abuela Esther, una joven polaca judía cuyo padre ha llegado a la Isla y está tratando de ahorrar dinero para sacar a la familia de Polonia.

Está llegando la guerra; es el año 37. Y este hombre, Abraham, mi bisabuelo, solo ha podido reunir dinero para llevar a uno de sus hijos a Cuba; entonces, la hija mayor le ruega ser ella. Hay otros seis hermanos, incluidos hermanos varones; finalmente, se deciden por la mayor. Después de convencer a su familia, ella va sola de Polonia a Cuba en un barco.

Es la historia de esta niña que lucha, porque se da cuenta de que la situación empeora en Europa y tienen que buscar la manera de sacar a su familia de allí. Ella ayuda a su padre a trabajar. Son vendedores ambulantes en el campo en Matanzas. Logran traer a la familia en las vísperas del San Luis, el barco que en el 39 Cuba rechaza y que envían de vuelta a Europa; muchos de ellos morirán en campos de concentración. Hubo varios barcos que llegaron y que sí dejaron entrar antes del San Luis. El de mi familia polaca fue uno de esos.

¿De qué habla Esther en sus cartas?

Son bastante íntimas. Esther habla de sus pensamientos, sus temores; aunque es un personaje muy positivo: quiere conocer Cuba, conocer gente, no la asusta la diferencia, tiene mucha curiosidad. Le cuenta a la hermana su vida, cómo es Cuba. Es como una observadora de este mundo tan exótico para ella a finales de los años 30 en una zona en Agramonte, Matanzas.

Allí hay mucha cultura afrocubana, y exploro cómo se une o choca esta cultura con la judía polaca. Ellos eran los únicos judíos que vivían en ese pueblo y serán toda una familia cuando logran traer a los demás hermanos y a la mamá, que habían quedado en Polonia en condiciones muy malas. La abuela de la niña decide quedarse allá porque dice que en Cuba no podrá seguir siendo judía, mantener su religión, que Cuba es un lugar primitivo, salvaje, así que decide quedarse. Y va a morir en el Holocausto.

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Mapa del pueblo de origen de Esther, en Polonia.

Lo que quiero mostrar es una joven judía polaca que en Cuba cambia su manera de ver el mundo. Ella, por ejemplo, nunca había visto una persona negra antes de venir. Existía una realidad que ella no vio en Polonia. A la vez, invita a sus vecinos a las festividades judías que celebran. Quise representar un mundo de fluidez en las tradiciones.

Y una niña de doce años que sube sola a un barco y cruza el océano hacia lo desconocido…

Quería mostrar que una niña puede ser muy fuerte y puede participar. Mi abuela fue la que tuvo la energía y la compasión de salvar a su familia. Pudo llegar a Cuba y olvidarse de eso, o complicarse con la nueva vida como les pasa a muchos migrantes. Pero ella no dejó de pensar en los que se quedaron.

También quería mostrarles a las niñas y los niños que hay mucho que pueden hacer. A Esther su mamá le había enseñado a coser. Ella llega a Cuba con vestidos y medias de lana; y en cuanto tiene un poco de dinero se compra tela más ligera para hacerse un vestido. Y uno a su amiga Manuela, y a otra amiga. Empieza así, con la necesidad de tener un vestido más ligero.

Como un cambio de piel.

Exacto, y además ahora por primera vez está cosiendo sola, sin la supervisión de su mamá como había sido siempre. Ve que tiene ese talento y empieza a vender los vestidos. Con eso va ahorrando lo que necesitan para que sus parientes se reúnan con ellos.

Tiene una relación un poco tensa con su mamá, porque esta la presionaba mucho al ser la hija mayor. A la vez, ella se siente orgullosa de lo que ha aprendido de su madre y le hace un vestido para cuando llegue. Son formas de acercar a su familia, como parte de un pensamiento mágico, como la fantasía de que escribir estas cartas es una especie de imán que atraerá a su hermana hacia ella.

También me inspiré en el vínculo que significaban las cartas mismas en esa época. Investigué su formato. Mi abuela enviaba y recibía cartas; algunas las heredé. La novela es una ficción pero basada en la importancia de las cartas para los inmigrantes en aquel entonces.

Esther falleció en el 2000, ¿cómo fue la relación con ella mientras escribías en su voz?

Ella vivió hasta los 92 años. La familia vivía en Nueva York, y después se mudaron a Miami. Mi abuelo murió primero y ella se quedó sola en Miami Beach. Yo la adoraba, teníamos una relación muy bonita. Ella leía mucho y siempre me apoyó. Pasábamos mucho tiempo juntas. Yo conocía muy bien su historia. La contaba mucho, aunque nunca quiso volver a Polonia. Dijo que no tenía ningún interés. Generalmente, los judíos de esa generación no tenían intención de volver porque la pasaron muy mal. Tenían muy malos recuerdos. Tampoco quiso volver a Cuba.

Yo tengo junto a mi buró un altar con fotografías de varias personas de mi familia y por supuesto hay una suya. Siempre la tengo en mi mente. Lo triste es que no se me haya ocurrido escribir la novela cuando ella aún vivía. Pero bueno, es como hacerla revivir, tratando de imaginar la niña que fue.

***

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