La Revolución cubana interrumpió la restauración en el archipiélago de un Estado de derecho y de una república.

Diseño de portada: Janet Aguilar.

Cuba: a contravía del republicanismo hispanoamericano

26 / febrero / 2021

El siglo XIX hispanoamericano estuvo marcado por la ruptura política con la metrópoli española, por los procesos de independencia, por el inicio de la nacionalización de la vida política y por la construcción de un orden republicano.

En la mayor parte de los nuevos Estados que surgieron como disolución de imperio hispánico, la construcción de la nación y del proyecto republicano se desarrolló en paralelo. Esto implicó avanzar en la edificación de un orden legal estatal, en la delimitación del territorio, así como en la definición de una idea jurídica de ciudadanía y la construcción de un relato de lo nacional.

LA EXCEPCIONALIDAD CUBANA EN UN CONTINENTE REPUBLICANO

Sin embargo, dos importantes territorios permanecieron integrados dentro del imperio español, las islas de Puerto Rico y Cuba. Durante el siglo XIX, la expansión de la industria del azúcar trajo consigo el fortalecimiento de los lazos económicos y sociales, tanto con España como con los Estados Unidos (EE. UU.). La élite cubana se fue configurando en la tensión de este doble vínculo, por un lado, una relación política con la metrópoli hispana; mientras que por el otro fortalecía sus relaciones económicas con la república estadounidense.

Se tejieron relaciones familiares que se extendían tanto hacia la lejana Barcelona —desde donde llegaron capitales y capitanes de industria para invertir en ingenios azucareros— como a la Florida, Estados Unidos, donde muchos cubanos trabajaban regularmente.

En las últimas décadas del siglo xix, la pugna entre autonomistas, independentistas y anexionistas dividió a las élites cubanas en su proceso de formación, contribuyendo también a la emergencia y consolidación de una conciencia nacional republicana, tardía con respecto a las otras del continente.

Entre el Grito de Yara en 1868 y el Pacto de Zanjón de 1878 —una década de guerra por la independencia—, se conmovieron las bases económicas y sociales que sostenían la relación entre Cuba y España. En el último tercio del siglo xix, bajo el marco del régimen restaurador español, se configuró en Cuba una pugna por el proyecto futuro de la Isla.

Es allí donde podemos ubicar el pensamiento de José Martí (1853-1895), un avance de las concepciones republicanas presentes en las bases del Partido Revolucionario Cubano (PRC) que fue fundado en 1892. Para Martí, la república niega el derecho de conquista (La república española ante la revolución cubana, Madrid, 1873) y también se expresa contra la concentración de poder en manos del caudillo, al reivindicar al imperio de la ley por encima del Gobierno de los hombres.

En la proclama que acompaña una circular emitida como presidente interino del Comité Revolucionario de Nueva York, publicado en 1880 —con motivo de la llegada de Calixto García a Cuba—, José Martí hizo un llamado «a convocar al país para que se dicte su ley; a establecer, como ya ha establecido, un Gobierno por todos esperado, y para él por todos reservado; a ofrecer, y a cumplir, que no envainará la espada sino luego de pasado el último umbral del enemigo, y que en sus manos no volverá a lucir sino para romperla en clara de las leyes».

En el artículo cuarto de las bases del PRC, se señala que esta organización buscará «fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud».

Acá se observa la maduración de un proyecto nacional cubano de carácter fundamentalmente republicano. Durante la guerra que se inició en 1895 contra el dominio español, se articulaban las nociones de independencia y de república, para colocar a Cuba en paridad con el resto de los Estados del continente. Tras fracasar el autonomismo, dada la tardía apertura del régimen hispano, y al quedar relegado el anexionismo, la idea nacional-republicana se hizo dominante entre la élite cubana que acompañaba la insurrección.

Situar el republicanismo: introducción a un dosier

LA INICIAL ANDADURA DE LA REPÚBLICA EN CUBA

Sin embargo, la consecución final de la independencia de Cuba y el inicio de su construcción republicana estuvieron mediadas por la intervención de Estados Unidos. Lo anterior marcaría una tensión que acompaña hasta el día de hoy la conciencia política cubana; tensión que ha sido manipulada por el actual régimen autoritario para hacer de su retórica contraria al Gobierno norteamericano la excusa recurrente que justifica la violación sistemática de los derechos humanos de su población.

No fue hasta 1902 que empezó la República de Cuba a avanzar en términos de autogobierno, pero inmersa en una construcción republicana mediatizada por la presencia ductora de Estados Unidos que se expresó en la incorporación de la Enmienda Platt en la Constitución.

Entre 1902 y 1933 la presencia de EE. UU. en la vida política cubana marcaría una evolución en el pensamiento nacionalista de la élite insular, al fortalecer su carácter antiestadounidense. La relación del país del norte con los cubanos no se limitó al vínculo político, sino que se extendió a las relaciones económicas y a la vida cultural, así como a los patrones de consumo de la sociedad.

Es la Revolución de 1933, de carácter fundamentalmente nacionalista, la que iniciaría un avance sustancial en el desarrollo del proyecto republicano en Cuba. El derrocamiento de Gerardo Machado y el surgimiento del Directorio Estudiantil Universitario catapultaron a una nueva generación de dirigentes que sería clave en la democratización posterior.

REPÚBLICA Y DEMOCRATIZACIÓN

Con la realización de la Asamblea Constituyente de 1939 y con la promulgación de la Constitución de 1940, el proyecto republicano del archipiélago alcanzó el máximo grado de madurez. Y aunque pervivía la tensión en el seno del nacionalismo cubano, se modificaron de manera importante las relaciones con Estados Unidos.

Así como el siglo XIX fue el de la construcción republicana en Hispanoamérica, el siglo xx fue el de la consecución del proyecto democrático. En el caso cubano, los dos procesos se consumaron al mismo tiempo.

La Constitución de 1940, de carácter social y democrático —en la misma línea que las precedentes de México (1917) y de Alemania (1919)—, estuvo vinculada con el pensamiento de los dirigentes del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) de Ramón Gran San Martín y de Carlos Prío Socarrás.

Lo señalado en esta Constitución fue, hasta 1960, el denominador común de los distintos grupos que luchaban por la democratización de Cuba —entendida como una forma de completar el tardío proyecto republicano—.

Bajo la vigencia del texto constitucional se desarrollaron tres Gobiernos. El de Fulgencio Batista, entre 1940 y 1944 —marcado por la Segunda Guerra Mundial y la privilegiada relación con Estados Unidos—, y los de los Auténticos, Ramón Grau San Martín (1944-1948) y Carlos Prío Socarrás (1948-1952).

En 1944, la victoria de los Auténticos pondría a la política cubana en un escenario de cooperación con los demócratas del área del Caribe. Entre 1944 y 1952 una serie de revoluciones democráticas alcanzarían el poder en varias partes del continente. En octubre de 1944 llegaría la Revolución a Guatemala —que tendría su Constitución democrática en 1945— con la elección posterior de Juan José Arévalo como presidente. Un año más tarde, el 18 de octubre de 1945, en Venezuela tomaría el Gobierno los adecos, quienes avanzarían en la democratización con la Constitución de 1947 y la elección de Rómulo Gallegos a la jefatura de Estado en 1948. En 1952 tocaría ocasión para Bolivia. De esta manera, las revoluciones democráticas parecían completar la construcción republicana al universalizar la ciudadanía y ampliar también las responsabilidades económicas y sociales del nuevo Estado democrático.

La consolidación de la República en Cuba y su democratización se desarrollaron en este marco. Entre 1944 y 1952 los Gobiernos democráticamente electos de Grau y de Prío avanzaron en términos de expansión de la ciudadanía. Sin embargo, la debilidad institucional tuvo dos expresiones que minaron la legitimidad democrática: por un lado, los recurrentes escándalos de corrupción que cayeron sobre funcionarios gubernamentales y, por el otro, la violencia política protagonizada por el fenómeno gansteril y el pistolerismo; este último evidenciaba la incapacidad del Estado cubano para imponer el monopolio de la fuerza en su territorio.

El golpe de Estado de Fulgencio Batista, del 12 de marzo de 1952, representó el fin del régimen democrático cubano. La idea recurrente, que unía a dirigentes y militantes de distintos orígenes en la lucha contra la dictadura de Batista, era dar vigencia a lo establecido en la Constitución de 1940. Eso implicaba el retorno de Cuba a la democracia constitucional, plural y competitiva, al Estado de derecho y a la vigencia de las libertades civiles y políticas para sus ciudadanos.

Este proceso se enmarcaba dentro de una lucha por la democratización continental. Así, había una relación cercana con la batalla de los demócratas venezolanos contra Marcos Pérez Jiménez, la de los dominicanos contra el autoritarismo patrimonialista de Rafael Leonidas Trujillo —«Chapita»—, la de los nicaragüenses contra los Somoza y la de los colombianos contra Gustavo Rojas Pinilla.

Luego de la caída de Perón en 1955, de la salida del dictador colombiano en 1957 y del retorno a la democracia en Venezuela en 1958, la solidaridad con la Revolución en Cuba no tenía ninguna vinculación socialista, sino fundamentalmente democrática. Es importante colocar en el centro de atención dos documentos fundamentales: primero, el compromiso de la Junta de Liberación Cubana —firmado el 1 de diciembre de 1957 en la ciudad de Miami— y el Pacto de Caracas —del 20 de julio de 1958, protagonizado por once organizaciones cubanas—, cuyas redacciones apuntaban a la reconstrucción de la democracia en Cuba, a partir de la Constitución de 1940.

La democratización del sistema político cubano completaba el proyecto de república y colocaba a Cuba en el escenario de las repúblicas democráticas del continente americano.

EL GIRO CESARISTA DEL CASTRISMO Y EL BLOQUEO AL PROYECTO REPUBLICANO

A partir del 1 de enero de 1959 chocaron dos procesos dentro de la Revolución cubana, por un lado, aquel que la ubicaba dentro del proceso hispanoamericano de republicanización y democratización de la vida política; mientras que, por el otro, el que se expresó en el giro cesarista o bonapartista, de personalización del poder, centrado en una vanguardia revolucionaria y en su líder máximo: Fidel Castro. Este deslizamiento autoritario se vinculaba más con una tradición autoritaria y patrimonialista que con las luchas democráticas.

Efectivamente, en la medida en que se implantaba el nuevo orden político, fueron dejados a un lado los acuerdos alcanzados previamente por los distintos grupos que confluían en la oposición cubana. El compromiso con la realización de unas elecciones verdaderamente libres y plurales, que aseguraran el retorno de la constitucionalidad a la vida política cubana, no fue cumplido. Líderes disidentes de la misma Revolución, como Huber Matos, fueron encarcelados y acallados. A pesar de que, nominalmente, el presidente era Manuel Urrutia, la concentración ejecutiva del poder real se encontraba en manos de Fidel Castro.

Dentro de la tradición política republicana existe la figura del dictador —que concentra todos los poderes—, magistrado designado para resolver una emergencia por un período fijo. Sin embargo, dicha concentración es coyuntural y se ejerce dentro del marco de las instituciones de la misma república.

Estando el proyecto republicano cubano, como lo estaban una gran parte de sus pares americanos, en su etapa democrática —y desarrollándose esta dentro del marco de un Estado liberal de derecho—, este giro cesarista del castrismo se relacionaba con la tradición de autoritarismo patrimonialista tan común en el Caribe desde los años treinta del siglo xx y que funcionaba a contravía de la construcción republicana.

El giro cesarista o bonapartista centrado en Fidel Castro —la personalización del poder alrededor de su figura—, y construido sobre la versión antiestadounidense del discurso nacionalista cubano, construyó un sistema de dominación sobre los cubanos que bloqueó la posibilidad de cualquier expresión de autonomía política, social y cultural, convirtiéndola una amenaza para el orden político.

La historia de la república: tergiversada y desconocida

CUBA NO ES UNA REPÚBLICA

De esta manera, el autoritarismo cubano constituye una excepción en el escenario americano, un retroceso en la institucionalidad republicana. Primero, por la manera en que la concentración de poder efectivo alrededor de una persona —esto es el cesarismo castrista— destruye el funcionamiento de las instituciones que le dan sustento a la república.

En una república las instituciones son las que gobiernan, no el arbitrio y la discrecionalidad de los hombres, sí el bien común y el interés general definido en las leyes. En Cuba, el gobierno de la Ley, que es consustancial con las nociones republicanas, fue sustituido por el gobierno de un hombre enmascarado detrás de un discurso jurídico revolucionario, pero vacío de contenido republicano.

Las leyes dentro de una república, como expresión del interés general y del bien común, se instituyen en superación del provecho de los particulares. En las repúblicas contemporáneas ese interés general es definido a partir de la deliberación plural de una opinión pública libre y autónoma, que desemboca en una representación política que expresa esa pluralidad y la convierte en ley. Nada de esto ocurre en Cuba, al no admitirse la legitimidad de la pluralidad, no se constituye una opinión pública autónoma; desaparece el espacio público al hacerlo la capacidad de agencia de los ciudadanos. Sin esta capacidad no hay manera de definir el interés general ni el bien público. Entonces, tampoco está presente ese elemento republicano.

Segundo, la noción clave de la libertad republicana —esto es: la idea de la libertad como no-dominación— es sustituida por un sistema de jerarquía sin representación efectiva, que constituye una nueva forma de dominio de la vida política, social y cultural de los habitantes de la isla, quienes pierden así su condición de ciudadanos de una república.

Tercero, uno de los elementos clave: el giro cesarista del castrismo en Cuba impulsó la división de la comunidad. Una república dividida pronto deja de serlo. La República parte de una idea unitaria de la comunidad, lo que implica una tensión dialéctica con su carácter plural, pero la ruptura entre los cubanos del interior y los cubanos del exterior implica una dislocación del proyecto republicano.

En conclusión, la independencia tardía de Cuba conllevó a que el proyecto de construcción de una república y de un Estado democrático se iniciaran con muy poca distancia temporal. A pesar de esto, en la primera mitad del siglo xx pudo la sociedad cubana avanzar, no sin tropiezos, en la edificación de un relato nacional compartido, de un orden político republicano imperfecto y en la democratización de su vida política.

Este proceso se detuvo tras el golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952. La Revolución cubana, apoyada continentalmente y desarrollada en un principio para reiniciar los esfuerzos en pos de la construcción republicana y de la democracia —que se manifestaba en la Constitución de 1940—, fue desviada en un giro cesarista que se expresó en el castrismo.

La consolidación de un régimen de dominación total sin autonomía ciudadana y sin una opinión pública libre sigue constituyendo una excepcionalidad en el continente americano, y coloca a Cuba fuera de la tradición republicana contemporánea.

 

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