Los procesos de «descomunización», de la imposición al debate

La estatua es un referente histórico de la cultura que comparten Moscú y Kiev. / Foto: REUTERS.

Los procesos de «descomunización», de la imposición al debate

9 / agosto / 2023

Una de las secuelas más visibles y generalizadas de los regímenes totalitarios a lo largo del siglo XX han sido los monumentos. Pero no solo aquellos que representan a figuras humanas, sino también edificios monumentales, llamativos, grandilocuentes que apuntaran a constituirse en símbolos tan pesados y perdurables como el régimen que los hubiera construido. Referencias unívocas y ubicuas de la presencia y de las interpretaciones del líder y de sus sucesores. 

Ocurrió así desde la Sala de Congresos nazi en Núremberg o el Valle de los Caídos de Francisco Franco, no muy lejos de Madrid, hasta los monumentos a Vladimir Lenin que se construyeron en cada rincón de la antigua Unión Soviética, las estatuas de Georgi Dimitrov en Bulgaria, de Enver Hoxha en Albania, o incluso aquellas de Iósif Stalin en las capitales de Checoslovaquia, Hungría o Alemania Oriental, más allá de las fronteras controladas en ese entonces directamente por Moscú.

La pregunta inevitable es qué hacer con las construcciones simbólicas una vez que ha caído el régimen. No es una pregunta sencilla ni puede tener una respuesta obvia por la mera razón de que la humanidad es compleja, que puede haber elementos rescatables en ciertas figuras históricas, en ciertos eventos, o, desde lo artístico, en las mismas construcciones. ¿Merecen aún tener un homenaje en Bulgaria los soldados soviéticos que expulsaron el nazismo? Por supuesto que la victoria sobre el nazismo es sumamente relevante.

Igual argumento plantea un artículo de reciente publicación en el periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba. Destaca que el proceso de «descomunización» —que implicó la destrucción de miles de monumentos en la ex Unión Soviética y en otros países antiguos miembros del Pacto de Varsovia— no fue clemente ni conciliadora. Que el proceso estuvo más allá de la razón, la ética o la historia. Que en algunos países (Estonia, Lituania, Letonia o, más recientemente, Ucrania) los cambios fueron más profundos que en otros. Pero que el proceso fue una «barbarie», una «fobia a los héroes populares» que implica desconocer «el sacrificio de millones de soviéticos que dieron su sangre por la victoria contra el régimen nazi».

Los regímenes socialistas se han enfocado tradicionalmente en honrar a dos tipos de figuras: el ciudadano común, trabajador, sacrificado y heroico, por un lado; y, por el otro, el líder de ese ciudadano común, incluso llegando al culto a la personalidad. Los grandes eventos fueron la base para la construcción de mitos gloriosos y, claro, de monumentos que reforzaran los nuevos mitos, que recordaran las gestas y (más importante) que robustecieran el poder y la supuesta legitimidad popular del régimen. Esos eventos implicaron un quiebre en la historia local y un impulso al poder de turno o al que se alzaría a partir de ese momento (la Segunda Guerra Mundial, la Revolución cubana, la Revolución rusa, el triunfo franquista en la Guerra Civil Española).

El mito fundacional se vuelve incuestionable. Los grandes monumentos son la prueba material de la historia. Si las construcciones son tan pesadas, tan grandes, tan ubicuas, tan perennes, allí radica la prueba más clara de que el hecho o la persona honrada merece todo el reconocimiento. De lo contrario, el monumento no estaría aquí ni allá ni en todas partes. Es una lógica bien simple.

Lo anterior deriva en una segunda pregunta —quizá de mayor importancia que la primera—, la que nos obliga a poner el foco no en qué o quiénes son los homenajeados, sino en quién o quiénes decidieron en su momento homenajearlos y por qué. Si la historia la escriben los ganadores, quien construye monumentos, quien construye la historia y planta el mito fundacional es el vencedor de la contienda primigenia: de aquella guerra, de aquella revolución. El monumento (o el edificio monumental) resignifica todo a su alrededor. No es casual que apenas terminada la Segunda Guerra Mundial se impusiera en muchas ciudades casi completamente destruidas, como Kiev o Minsk, el estilo arquitectónico del Imperio Estalinista: grandes edificios sumamente ornamentados, con columnas neoclásicas, lujos, hoces y martillos por doquier. La marca clara e ineludible de la victoria, del mensaje único. La historia honorable y, por lo tanto, incuestionable.

No se trata tan solo de Vladimir Lenin o de los soldados del Ejército Rojo. Tampoco del rostro del Che Guevara en la Plaza de la Revolución de La Habana o de los cuerpos conservadores de Kim Il Sung y Kim Jong Il en Corea del Norte. Ni siquiera de los anónimos trabajadores que el estilo artístico del realismo socialista privilegió en la Unión Soviética desde los años treinta. Lo anterior es solo una parte del todo. Porque el mito fundacional debe abarcar lo más posible, casi tantos aspectos de la cotidianeidad como los que abarque el régimen. Los hechos y personajes homenajeados forman parte de un estado de propaganda permanente que debe perdurar por siempre.

Albert Speer, el arquitecto preferido de Adolf Hitler, dijo alguna vez que los edificios diseñados para enaltecer la gloria del Tercer Reich estaban destinados a mantenerse en pie durante miles de años, como los que levantaron los emperadores romanos. Pero no fue así. Alemania perdió la guerra, el nazismo desapareció del poder y casi la totalidad de sus símbolos (los que durarían milenios) fueron destruidos. Con la muerte de Stalin en 1953, los monumentos en su honor fueron removidos, tanto en la Unión Soviética como en otros países. Hoy apenas quedan un puñado en pie.

¿Qué hacer cuando se termina una etapa y lo homenajeado deja de interpretarse como merecedor de tal homenaje? Hay ejemplos de sobra en países que han atravesado por regímenes autoritarios. Buena parte de la cultura política actual de esos países puede definirse a partir de esa decisión: qué han hecho con los monumentos del pasado. En Polonia, prácticamente todos los monumentos comunistas han sido destruidos. En Hungría o Lituania, la mayor parte fue removida de las grandes ciudades y se crearon museos al aire libre en donde se pueden visitar. En Bulgaria, muchos fueron abandonados a su suerte, a pudrirse frente al paso del tiempo y a las inclemencias climáticas. En Rusia o Serbia, en general tienden a preservarse y cuidarse.

No hay una respuesta única y correcta. Pero puede establecerse que los países que mejor mantienen los recuerdos materiales son también los que más preservan la idiosincrasia política de entonces. Rusia es un ejemplo paradigmático.

Destruir o mudar monumentos del pasado no es, entonces, necesariamente una afrenta directa al hecho o persona homenajeada, sino a lo que implica la estructura material más allá de la obvia referencia a un hecho o persona puntual. Es decir, lo que se deshonra es el pasado, el régimen político concluido, los mandamases que ordenaron la construcción e impusieron una lectura única e incuestionable.

En 2015, pocos meses después del inicio de la guerra en Dombás, la región oriental de Ucrania, el Parlamento ucraniano sancionó un paquete de leyes conocidas colectivamente como «de descomunización». Implicaba la prohibición de simbología soviética y comunista. Ello derivó en que se proscribieran los tres partidos comunistas en el país, que cambiaran de nombre más de 50 000 calles, 100 ciudades, casi 1 000 aldeas y se removieran 1 320 monumentos a Lenin, oficialmente todos los que había en Ucrania, con exclusión de las zonas fuera del control del Estado central.

En aquel artículo en el periódico Granma se habla de persecución y de pretender cambiar la historia. Pero olvidan tres factores. Por un lado, que las leyes ucranianas fueron aprobadas por parlamentarios elegidos democráticamente y, por lo tanto, con aval de la mayoría de la población. No se trató de una imposición unilateral e incuestionable desde otro país. De hecho, ha habido numerosas protestas en Ucrania. Incluso las democracias más endebles permiten manifestarse en contra de las decisiones de un Gobierno. No son ni deberían ser incuestionables.

Por otro lado, se omite que muchos cambios de topónimos en Ucrania fueron para recuperar el nombre original, previo a las imposiciones soviéticas. Por ejemplo, Bajmut, en la región oriental de Donetsk, llevó ese nombre desde su fundación en 1571. Pero, en 1924 las autoridades de la URSS la renombraron Artiomovsk, en homenaje al líder bolchevique Fiodor Sergeiev, más conocido como Artiom. En 2016, con las leyes de descomunización, se recuperó el nombre original; aunque para Rusia esa ciudad tan afectada por la guerra sigue llevando el nombre soviético Artiomovsk.

La dificultad de esos procesos radica en mantener el equilibrio suficiente como para no volverse el opuesto exacto de lo que se pretende combatir. No llegar al punto en el que los extremos se toquen, no imponer una actitud determinada frente a lo impuesto anteriormente. No caer en un revanchismo de ojo por ojo. No destruir ni borrar la historia como si nunca hubiera ocurrido, como si el pasado no pudiera legar lecciones.

Una vez más cabe preguntarse si los millones de soldados soviéticos anónimos que derrotaron el nazismo no merecen un homenaje. Probablemente así sea. Aquí aparece el tercer factor que olvida el artículo del medio oficial cubano, las leyes de Ucrania excluyen los monumentos relativos a la Segunda Guerra Mundial, en la que, por supuesto, murieron ciudadanos ucranianos. ¿Pero qué relación tiene Lenin con Ucrania? Los 1 320 monumentos fueron una imposición externa que hoy, probablemente, no tenga mayor sentido. Muchas de estas estructuras han sido reconvertidas, adaptadas, resignificadas. Algunas fueron trasladadas a museos; otras fueron destruidas, lamentablemente. Se han perdido así los rastros de un pasado que tiene mucho por enseñar.

El día que lo que se pretendía eterno termina, los rastros materiales sobreviven como vestigios de lo alguna vez impuesto. ¿Cómo responder entonces al gran debate entre la nostalgia, el olvido y el aprendizaje? No es algo fácil. Habrá opiniones, actitudes y propuestas diversas. Pero lo relevante es que exista un espacio lo suficientemente amplio como para encarar el debate, tan complejo como necesario. Que no se impongan ni lecturas incuestionables ni mitos fundacionales ni héroes mesiánicos ni gestas unívocas. Menos aún, que las imposiciones sean externas y ajenas. Que la caída de un régimen siempre implique una apertura al diálogo y a los cuestionamientos. Incluso sobre temas que alguna vez fueron tan incuestionables.


ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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Николай Микуленко

Sin dudas muy interesante tu escrito. Evidentemente influenciado por la mentalidad y politicas occidentales. Solo varios puntos a tener en cuenta. En 2015, el parlamento ucraniano, no era tan democratico como dices, debido al golpe de estado ocurrido poco tiempo antes (2014). Es cierto, la ciudad se fundo como Bajmut, pero en esa epoca Ucrania no existia. De hecho, Ucrania debe su propia existencia como nacion, al comunismo y a Lenin en particular. No es probablemente, sino mas que seguro, que los soldados sovieticos que dieron sus vidas luchando contra el fascismo merecen mas que homenajes. Me gustaria leer tu libro y ver si esta presente en el, toda esta misma pujanza antisovietica. Si algo me molesta de Cuba y de los cubanos, es lo mal agradecidos que han sido con los sovieticos, y que son ahora con los rusos. Pero que se puede esperar, los cubanos siempre han sido pichones de "americanos"

Morpheuz

No todos los cubanos somos así, solo un grupo de ignorantes que no son mayoría.
Morpheuz

Sanson

Es que todo lo que viene de Rusia es una basura . No te preocupes Nicolay que ya no hay mas sovieticos. Ahora solo quedan rusos que asesinan ninnos en Ucrania
Sanson
Николай Микуленко

Yaima Toledo Guerra

No dejen de hacer lo que mejor saben...sacar a la luz la verdad de aquell@s que estamos en silencio pensando en nuestros hijos...de una forma u otra son nuestras voces. Ya lo que hay en cuba no tiene explicación ni palabra...
Yaima Toledo Guerra

Anyhelo

Excelente publicación, muy interesante.
Anyhelo

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