A pesar de ostentar suelos fértiles, producciones variadas y una privilegiada posición geográfica para el comercio internacional, en Cuba el predominio de la gran propiedad terrateniente y las grandes empresas comerciales e industriales históricamente ha constreñido la pequeña y mediana propiedades. No obstante, sus dueños y empleados siempre se la han ingeniado para subsistir y prosperar en medio de amenazas y limitaciones. Además, han conseguido ejercer notable influencia en el acontecer económico, social y político del archipiélago.
Los actuales avatares del sector privado para reconstituirse en el nuevo contexto del país hunden sus raíces en la historia económica de Cuba y en el modo en que se ha menospreciado y limitado la pequeña y mediana propiedades por el predominio de falsos estereotipos ideológicos.
Los orígenes coloniales y republicanos
Cuando se inició la Conquista/Colonización (1510-1515), grandes extensiones de tierras se entregaron a los vecinos importantes en forma de propiedades circulares: hatos y corrales. Las tierras que quedaban entre ellas (realengas) eran mercedadas por los cabildos para el fomento de fincas y estancias de pequeños campesinos independientes. Otro grupo importante de pequeños agricultores laboraban dentro de las propiedades terratenientes en parcelas arrendadas.
En las poblaciones, campesinos, artesanos y empleados de servicios de todo tipo prosperaban en torno a las necesidades de los vecinos, el ejército y las flotas que llegaban y partían de La Habana. Para ser consumidos en gran escala se producían alimentos, cueros, confecciones textiles y talabarterías, caballos y sal; a los que se unían servicios financieros (casas de préstamos y empeños, tenedurías de libros) y recreativos (juegos, bares, prostitución).
Las incesantes guerras de España, sus imposiciones monopólicas y la escasez de productos manufacturados provenientes de la metrópoli favorecían a pequeños productores, mercaderes y empleados de servicios. Asimismo, el incremento de los arribos de corsarios y piratas en modo comerciante ocupaba a numerosas personas en el llamado contrabando o rescate.
En el siglo XVIII, cuando el rapé de tabaco se vendía a precio de oro, la Corona decidió controlarlo a través de una compañía monopolista. La repulsa de la sociedad criolla al Estanco del Tabaco (1717) fue masiva. Los intentos de acopiar por la fuerza la cosecha dieron lugar a las sublevaciones de los vegueros y resultaron infructuosos ante el empeño general de burlar el odiado monopolio.
A mediados de siglo, la Monarquía y la élite peninsular y criolla constituyeron la Real Compañía de Comercio de La Habana (1740-1757). Ahora, su fin era más pretencioso: controlar la exportación de todos los productos (azúcar, miel, café, tabaco, cuero, salazones) y, al unísono, la importación de bienes manufacturados, preferentemente insumos industriales y agrícolas.
Tras diecisiete años de esfuerzos inútiles, el grupo de poder hegemónico comprendió que era preferible cerrar la pretenciosa compañía, dejar hacer a los productores nativos y focalizarse en la recaudación de cuantiosos impuestos, sobre todo los de aduana. A tenor con ello, se autorizó el comercio libre de Cuba con el resto del mundo (1818) y la Isla del Azúcar se transformó en la Perla de la Corona, fuente principal de ingresos del presupuesto español.
La actividad de los pequeños y medianos propietarios repercutió también en el escenario político. En la membresía de las organizaciones sediciosas de estructura filomasónica abundaban conspiradores provenientes de las capas medias profesionales, artesanos, comerciantes, campesinos y libertos.
A la sociedad colonial le hastiaba la movilidad social del sector de negros y mulatos libres. Cuando fue reprimida la supuesta Conspiración de La Escalera (1844), el castigo se cebó sobre la pequeña burguesía negra y mulata. Para la oligarquía, el síndrome del miedo al negro se concretó en un corolario que ha pervivido: hacer todo lo posible para cerrar a los no blancos las vías del éxito económico, en particular, como propietarios.
Con el estallido de las guerras de independencia fue grande la destrucción y el abandono de los minifundios agrarios y negocios urbanos. Los campesinos integraron la masa fundamental de combatientes del Ejército Libertador.
Al iniciarse la Ocupación norteamericana (1899) la economía estaba en ruinas; sin embargo, los sobrevivientes del conflicto lograron reanimarla en poco tiempo con sudor a raudales e inteligencia emprendedora de unos pocos inversores cubanos y españoles, pues los capitalistas yanquis seguían a la expectativa y no invertían un dólar en revivirla.
En la Cuba republicana, los pequeños y medianos propietarios enfrentaron un nuevo y poderoso rival, el capital estadounidense que los afectaba doblemente: mediante la competencia desigual de sus productos industriales baratos que inundaban el mercado interno y los abusos de sus compañías geófagas que despojaban de sus tierras a los campesinos y al Estado.
No obstante, durante la primera República los altos ritmos de crecimiento de la inmigración, la inversión y la economía en sentido general abrieron grandes espacios para la multiplicación de los pequeños y medianos negocios en campos y ciudades, generadores de una parte considerable del empleo.
De esa diversa y activa clase media se nutría la sociedad civil y la alianza con los obreros en las luchas económicas y políticas. Durante el vendaval revolucionario de los años treinta fueron paradigmáticas las luchas de Realengo 18 en Oriente (1934). En las principales organizaciones revolucionarias (DEU, Joven Cuba, AIE, PC, ABC) proliferaban los hombres y mujeres de estos sectores. También lo hicieron en el autenticismo y la ortodoxia y sus anhelos formaron parte del articulado de la Constitución del 40, la más moderna del mundo por sus múltiples derechos económico-sociales.
Al estallar la Guerra de Liberación contra la dictadura de Batista (1956-1958), los campesinos constituyeron la masa fundamental del Ejército Rebelde. Hombres y mujeres de la pequeña y mediana burguesía eran mayoría entre los combatientes clandestinos de las ciudades y la dirección de las organizaciones revolucionarias más importantes: M-26-7 y DR-13-3. La Revolución cubana triunfó en 1959 por la contribución decisiva de las capas medias del campo y la ciudad.
Después de 1959: más propiedad estatizada
Las primeras medidas adoptadas por la Revolución favorecieron el sector de la pequeña y mediana producción, en particular la Primera Ley de Reforma Agraria (1959). De súbito, el campesinado veía desaparecer a su principal enemigo histórico, el latifundio terrateniente; al tiempo que sus efectivos se multiplicaban con el arribo de más de 100 mil nuevos propietarios ―antiguos arrendatarios, aparceros y campesinos sin tierra (precaristas)―. El grueso del sector agrícola quedaba conformado por unas 166 mil granjas privadas que ocupaban 4 451 000 hectáreas.
El resto de las tierras nacionalizadas quedó organizado en empresas estatales (granjas del pueblo) ―algo que no estaba previsto en la ley― y cooperativas de antiguos jornaleros. De esa forma, el eterno rival del minifundio renacía de sus cenizas con más fuerza que nunca y proyectaba su larga sombra sobre la producción campesina a la que subordinaría por disímiles vías. El latifundio socialista se enseñoreaba del campo cubano para cubrirlo de ineficiencia en nombre del Estado/Revolución.
Desde entonces, reinarían en la política económica cubana dos principios equivocados. Primero: impedir el desarrollo del sector privado nacional por su potencial de superar al Estado en la competencia y representar un peligro para la hegemonía política de la burocracia partidista-militar. Segundo: las prohibiciones y barreras a su funcionamiento solo se flexibilizarían de manera temporal en períodos de crisis, para ser eliminadas tan pronto como aparecieran nuevas fuentes de financiamiento para el sector estatal.
Desde 1960, se adoptaron medidas que perjudicaban la pequeña y mediana propiedades, como el monopolio estatal del comercio exterior y la creación de la Junta Central de Planificación (JUCEPLAN). Aunque su intención original era coordinar las medidas económicas del Gobierno y guiar al sector privado mediante una planificación indicativa, pronto la radicalización ideológica del proceso y el enfrentamiento con EE. UU. sometieron a todos los sujetos económicos al arbitrio, no del mercado, sino del voluntarista Plan Cuatrienal de Desarrollo 1962-1965.
Peor aún para los pequeños y medianos propietarios fueron los llamados planes especiales para rubros estratégicos. Confeccionados fuera de la JUCEPLAN, desviaban incontables recursos hacia objetivos incumplibles, supuestamente determinantes para la voluntarista política económica de industrialización acelerada y diversificación agrícola a la que debía subordinarse el resto de la actividad económica.
Hacia 1962 se constataba el fin de la bonanza del primer trienio, a pesar de la fuerte redistribución del ingreso y el aumento de la demanda efectiva de los sectores populares beneficiados. Las medidas restrictivas de los EE. UU., las amenazas de invasión que sustraían para la defensa grandes cantidades de mano de obra y recursos materiales, y los errores del nuevo aparato técnico-administrativo de ordeno y mando condujeron a la primera crisis económica de la etapa revolucionaria.
En el campo, era notorio el mal funcionamiento de las cooperativas y muchas fincas campesinas cayeron en bancarrota; en las ciudades, la industria y el comercio sufrían ante el inicio del embargo/bloqueo y la creciente inflación por la baja oferta de artículos de todo tipo y mayor demanda efectiva de la población. Para remediarlo se adoptaron medidas restrictivas: congelación de precios y salarios e introducción del racionamiento (1962) y una Segunda Reforma Agraria (1963), mucho más radical y estatista.
La caída de la productividad, el ausentismo y el desarrollo del mercado negro aparecieron en la nueva sociedad para no abandonarla más. En aquel escenario de amenaza de invasión directa de los EE. UU. y de guerra civil en varias regiones del país, creció la suspicacia hacia los productores privados del campo y la ciudad como potenciales aliados de los enemigos internos y externos. Se incrementaron las barreras, limitaciones y presiones sobre los productores privados para que traspasaran sus negocios al Estado.
Muestra de la mentalidad extremista de entonces (1965) fue la localidad El Wajay, aledaña a la ciudad de La Habana. A la entrada del pueblo se colocaron sendas pancartas que anunciaban que se arribaba al «Primer pueblo totalmente socialista de Cuba. Nacionalizados todos los establecimientos privados» [sic].
La pretenciosa aspiración de construcción acelerada del comunismo en la mente y la praxis colectiva hizo que la actividad mercantil disminuyera significativamente y que se tratara de extinguirla desde arriba. Pronto los cubanos aprenderían muy bien que si la ley del valor es expulsada por la puerta, entrará por la ventana.
Ante las prohibiciones y limitaciones del racionamiento oficial, apareció el vendedor furtivo de cuanto producto alimenticio, industrial o superfluo pudiera imaginarse. Lejos de disminuir con el tiempo, la modalidad económica ilegal/informal —conocida popularmente como sumergida, bolsa negra, subterránea, resolvedera, por fuera, por la izquierda o mercado negro― devino en poderoso sector económico que incluía actividades comerciales, agropecuarias, industriales y de servicios que lo convertían no solo en un mercado suplementario, sino alternativo al oficial.
Más allá de los controles, restricciones y escaseces de la economía estatizada, la pequeña y mediana actividad informal ha suplido por décadas muchas de las insuficiencias del monopolio estatal. Paradójicamente, sus fuentes de suministro principales son los propios almacenes y recursos —materiales y humanos— de la esfera estatizada.
La difusión de la resolvedera en todos los estratos sociales ha traído consigo una tensión moral en las familias afines a la Revolución que comparten hacia el mercado ilegal un criterio similar al defendido por los productores libres de la Colonia de ejercer el comercio prohibido: su derecho al rescate.
Durante el quinquenio 1966-1970, la pequeña y mediana producción resultaron seriamente afectadas cuando el nuevo Sistema de Registro Económico erradicó las relaciones monetario-mercantiles en el sector estatal, adoptó una política de gratuidades y desvinculó el salario de la norma y el pago de horas extras.
Se proclamó el desarrollo centrado en el campo y se dejó de cobrar a campesinos y otros productores los intereses e impuestos. Sin embargo, el exceso de dinero circulante y el papel preponderante otorgado a los estímulos morales y el trabajo voluntario distorsionaron grandemente las condiciones de trabajo en los negocios privados al favorecer el ausentismo y la indisciplina laboral. Se generalizó el trueque de productos industriales por agropecuarios de manera informal y se aceleró el abandono de las áreas rurales.
Hasta la primera mitad de los setenta, la vía fundamental de socialización de la tierra fue la integración directa de los campesinos a planes integrales, especializados y dirigidos de producción agropecuaria mediante compras o arriendos no exentos de presiones. Unos 30 mil productores se integraron a esos planes y el sector estatal concentró el 80 % del fondo de tierra cultivable.
En la capital, esta política adoptaría un perfil especial: la creación del Cordón de La Habana (1967). En un área de 30 mil hectáreas alrededor de la ciudad ―antes colmada de fincas campesinas y de recreo― se sembrarían cítricos y otros frutales entre los que se intercalarían millones de matas de café y gandul para alimento animal, bosques, un jardín botánico, otro zoológico y una amplia infraestructura productiva, residencial y de servicios.
En ello se derrocharon incontables jornadas de trabajo voluntario de miles de trabajadores, lo cual paralizaba los ciclos de trabajo en industrias, fincas y negocios. En 1969, cuando debía empezar a dar frutos, el Cordón pasó al olvido sin explicaciones.
El alto grado de radicalización voluntarista se expresó con frenesí en la Ofensiva Revolucionaria (1968), cuando fueron expropiadas todas las pequeñas propiedades ―con la excepción de campesinos, choferes de alquiler y otras pocas categorías―. El comercio minorista y las industrias locales pasaron a ser administrados por los órganos del poder local.
En dos meses, se expropiaron 57 600 pequeñas empresas privadas urbanas: comercios minoristas de alimentos (bodegas) y productos industriales (tiendas de ropa y zapatos), expendios de comida y bebida (fondas, timbiriches y bares), servicios (barberías, peluquerías, talleres de reparaciones de automóviles, zapatos) e industrias (artesanías de cuero, madera y textiles). De ellas, más de la mitad habían surgido después de 1961 y la mayoría eran emprendimientos familiares, o donde el dueño era el propio trabajador y no tenía empleados.
Como resultado, Cuba alcanzó el índice más alto del mundo en propiedad estatizada. Poco después, el Gobierno cerró un tercio de las unidades expropiadas y demostró que no estaba en condiciones de sustituir la oferta de bienes y servicios que brindaban aquellos establecimientos. La estatización absoluta empeoró la escasez de bienes de consumo.
El extremismo de la época alcanzó el cenit con la Campaña de la Zafra de los Diez Millones. En su inauguración el 14 de julio de 1969, Fidel sentenció: «El salto que esto significa en la producción, unido al resto del esfuerzo que se lleva a cabo en la agricultura, permitirá a nuestro país alcanzar en los próximos años incrementos en la producción agrícola que no ha alcanzado ningún país del mundo».
Sin embargo, aquel esfuerzo exagerado, si bien logró la zafra más grande de la historia cubana, no alcanzó su objetivo y causó profundos trastornos a la maltrecha economía.
Los vaivenes en torno a la permisibilidad de la pequeña producción se acentuaron tras el ingreso de Cuba al CAME (1972) y la adopción del modelo de socialismo soviético, en el que el sector privado ocupaba un lugar importante en la producción agropecuaria y el comercio. Sin embargo, nunca se fomentó en la Isla al nivel de sus pares europeos y la propia URSS, excepto en la comercialización agropecuaria.
En 1980, se autorizó la apertura del Mercado Libre Campesino (MLC) con precios de oferta y demanda. Duró solamente hasta 1986 en que fue clausurado en medio de las políticas antimercantilistas del Período de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas.
Sin embargo, al ocurrir la debacle del Período Especial, entre el paquete de medidas para contrarrestar la crisis estuvo la reintroducción de los MLC, renombrados como Mercados Agropecuarios (1993). También la pequeña producción y el comercio informal fueron tolerados y salieron a la luz pública.
A pesar de la apertura al gran capital extranjero que se manifestó en estos años ―sobre todo en asociaciones de capitalismo de Estado con empresas estatales―, se mantuvieron hacia los negocios privados reticencias ideológicas sobre los supuestos peligros que representaba para la preservación del socialismo. Los viejos estereotipos y el temor a la competencia con el sector privado pesaban más que las necesidades imperiosas de crecimiento de la economía nacional.
La revitalización oficial de la pequeña producción tuvo que esperar a 2008 cuando, ante la obsolescencia evidente del modelo estatizado, Raúl Castro comenzó a introducir reformas en la agricultura, se aprobó la entrega en usufructo a particulares de tierras ociosas, improductivas o insuficientemente explotadas ―buena parte de ellas cubiertas de marabú― y se suavizaron las regulaciones para que los agricultores vendieran directamente al consumidor.
Desde 2009 se amplió el debate a favor y en contra de los pequeños negocios privados, se autorizaron licencias a vendedores de alimentos y se estudió la transferencia a cooperativas de pequeños servicios y producciones. En 2010 se anunció la decisión de ampliar el trabajo por cuenta propia (TCP), aunque sin el correspondiente mercado mayorista.
La ambigüedad repercutió en un alza sostenida de los precios al convertirse el comercio minorista en fuente de insumos para los negocios privados e integrarse inmediatamente al costo de producción de bienes y servicios. Desde entonces el consumidor final estaría obligado no solo a pagar más, sino a observar cómo los negocios privados absorben gran parte de los escasos bienes que se ofertan en el mercado estatal para realizar sus producciones.
Al mismo tiempo, los dueños fueron autorizados a subcontratar mano de obra y a alquilar locales, a cambio de pagar hasta un 40 % de sus ingresos brutos en impuestos. Era el primer experimento de este tipo desde la nacionalización de los pequeños negocios en 1968.
De inmediato, comenzó a entrar al país una cantidad considerable de inversiones vía remesas con el objetivo de servir como fuente de financiamiento de buena parte de los negocios privados.
Tras décadas de ostracismo en los predios de la economía subterránea, los pequeños negocios privados volvían por sus fueros en medio de la Actualización del Modelo Económico y Social, pero aún la brega sería larga para que, en la nueva economía mixta que prometían las recién iniciadas reformas, se autorizaran las mipymes, cooperativas y ampliación del TCP a diferentes actividades profesionales, aún prohibidas en el sector privado.
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