Foto: Ella Fernández
Cubanas en travesía: Violencia sexual y otros riesgos de la ruta hacia Estados Unidos
23 / agosto / 2024
Lucía tomó la decisión de emigrar a México un 30 de diciembre; tenía 24 años. En aquel entonces, llevaba un mes y medio viviendo en Madrid. El único recurso que encontró para salir de Cuba fue una maestría en España. «Lo que me esperaba [en Cuba] era la prisión por manifestarme el 11 de julio de 2021». Su idea inicial era permanecer al menos dos años en Europa, pero «las cosas se complicaron». Cuenta que un día, una conocida que también vivía en la capital española le comunicó su decisión de «cruzar la frontera» hacia Estados Unidos y le compartió el contacto de un coyote.
Se enteró de que con visado Schengen —un tratado internacional por el que 29 países de la Unión Europa suprimen los controles en las fronteras— también podía entrar a México y hacer el salto. El Gobierno mexicano da la posibilidad de viajar sin necesidad de permisos adicionales a extranjeros que acrediten ser residentes en los Estados que integran el espacio Schengen.
Lucía llenó una maleta de medicina, barritas energizantes y algunos abrigos y el primero de enero voló a México. «Psicológicamente, no estaba preparada y pienso que, aunque tomes la decisión uno o dos meses antes, no vas a estar preparada para el proceso».
Alejandra nunca pensó irse de Cuba en el momento en que lo hizo. Tampoco pensó hacerlo de la manera en que lo hizo. Pero «no aguantaba más».
«Mi mejor amiga me llama un día y me dice “¿te quieres ir de Cuba?”. Y yo le dije: “sí”. Me llama a la media hora y me dice: “tenemos pasaje y nos vamos” de esta manera. Nos informaron por los lugares que íbamos a pasar y cuánto nos íbamos a demorar. Me fui engañada. El trayecto iba a durar una semana y me tardé más de 20 días. Fueron las semanas más negras de mi vida», recuerda.
Alejandra salió de Cuba un 7 de octubre, con 24 años, y llegó a Estados Unidos 23 días después. Pasó por Islas Caimán, Jamaica, Nicaragua, Honduras y México, donde el trayecto se dilató.
El impulso de Diana para salir de Cuba fue muy diferente. De 23 años, inició su travesía por Nicaragua y duró 16 días. Estaba embarazada.
Al momento de salir de Cuba, Diana tenía dos meses de gestación y vivía en el capitalino municipio Arroyo Naranjo. Sus preocupaciones comenzaron a girar sobre las condiciones en las que iba a dar a luz en la isla. Se trataba de su primera hija y quería que saliera lo mejor posible.
«Vi que los hospitales estaban muy deteriorados. No había agua, no había condiciones. Me entró un ataque de pánico. Esa fue la razón por la que me fui, pero también porque necesitaba prosperar. Necesitaba sacar a mi familia adelante, ayudarlos de alguna manera».
Camila se describe como una persona tranquila. Siempre se le dio bien escuchar y aconsejar a sus amigos. «Intentar salvar el mundo», dice. Su empatía fue lo que la motivó a estudiar Psicología en la Universidad de La Habana.
Después de graduarse, Camila ejerció su carrera durante dos años en un hospital neumológico, pero su trabajo distaba de lo que ella había soñado. Pasó entonces de psicóloga a cajera de un restaurante «en un abrir y cerrar de ojos». El sector gastronómico le ofrecía estabilidad financiera. Cuando cumplió 29 años, empezó a sentir la urgencia de salir de Cuba.
La situación política —a su entender— había desencadenado una crisis económica a la cual no quería seguir sometiéndose. Un 5 de mayo, tras meses de investigación y búsqueda de referencias de coyotes y gracias a una visa a México, salió junto a su esposo directo a Guadalajara, una ciudad en el oeste donde tenía familia. De ahí viajó a Mexicali, frontera con Yuma, Arizona, donde el coyote —con el que había contactado para hacer el cruce— la recogió y la llevó a dormir a su casa.
«Otros conocidos lo habían hecho [el tránsito] con esta persona. Entonces no era alguien totalmente desconocido. Nosotros hicimos una investigación para saber quién era».
Lucía, Diana, Alejandra y Camila forman parte de la sostenida oleada migratoria de cubanos que han optado por abandonar la isla de diferentes formas. Un éxodo masivo que en los últimos años ha alcanzado cifras récord y en el que Estados Unidos sigue siendo el principal destino. Un éxodo, además, altamente feminizado. Según la International Migrant Stock, el 56.6 % de los migrantes son mujeres. Mientras, la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI) habla de una «paridad de sexo en la emigración» cubana.
A Lucía, a Diana, a Alejandra y a Camila —quienes no se conocieron en Cuba— las conectó la esperanza que viene luego del traspaso de los confines de la isla y que las empujó a sobreponerse ante cualquier obstáculo o peligro. A la par, hubo otro sentimiento que las vinculó, el miedo a ser objetos de violencia sexual en su camino hacia Estados Unidos.
La violencia sexual en las rutas migratorias, una constante
La erradicación del requisito de visa para cubanos, en noviembre de 2021, del Gobierno de Daniel Ortega marcó un punto de inflexión en la historia migratoria de la isla. 2022 se consolidó como el año del mayor éxodo de migrantes desde 1959 —313 000 cubanos entraron de manera irregular en territorio estadounidense—. Se superaba así las cifras del éxodo del Mariel en 1980 y del que sucedió tras el «Maleconazo» en 1994.
En 2023, más de 153 000 cubanos entraron de forma irregular en EE. UU., de acuerdo con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. Otros 67 000 llegaron ese año gracias al programa parole humanitario, implementado por la Administración de Joe Biden. Faltaría por tabular las entradas con otros tipos de visas sobre las cuales no hay cifras oficiales disponibles.
Durante décadas, los migrantes cubanos han utilizado diferentes rutas desde América del Sur y Centroamérica para cruzar hacia Estados Unidos; la gran mayoría de las travesías convergen en la frontera norte de México. Fuentes de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación de México revelaron que, durante el primer trimestre de 2024, se detectó la entrada de 359 697 «personas en situación migratoria irregular». Un incremento del 199.68 %, frente a las 120 029 en igual período de 2023. Los cubanos, en específico, representan el noveno grupo migratorio más grande (10.464). Solo precedido por Venezuela, Honduras, Ecuador, Guatemala, Colombia, Nicaragua, El Salvador y Haití.
También hubo un incremento en la presencia de núcleos familiares enteros. Un 36 % de aumento de niñas y niños menores de 5 años atendidos, en comparación con 2022, según un reciente informe de Médicos Sin Fronteras (MSF).
Varios organismos internacionales han alertado sobre la constante vulneración de derechos humanos durante el proceso migratorio irregular. Condiciones, además, impuestas por legislaciones discriminatorias que hacen la ruta más difícil y riesgosa. No solo se habla de necesidades básicas insatisfechas —albergue, alimentación y agua—, sino también de deficiencias en el área de Salud, sobre todo, en la atención de casos de violencia sexual.
En el informe «Violencia, desesperanza y abandono en la ruta migratoria», MSF dijo haber asistido a 232 sobrevivientes de violencia sexual durante 2023 en Honduras, Guatemala y México. De ellas, solamente el 10 % fue atendido dentro de las 72 horas posteriores a la agresión. «Este es un lapso que es vital para la prevención de enfermedades de transmisión sexual y otras afectaciones en la salud», declararon.
En conversación con elTOQUE, la organización explicó que solo en el primer trimestre de 2024 MSF atendió 251 casos de violencia sexual. De estos, 105 han sido en Reynosa, Matamoros.
«La violencia sexual en las rutas migratorias es una constante», explica Luz Patricia Mejía, secretaria técnica del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (MESECVI) para la Organización de Estados Americanos (OEA). «Tiene que ver con un mecanismo [en el que] los cuerpos de las mujeres pasan a ser la moneda de intercambio».
El MESECVI es el órgano encargado de dar seguimiento a la Convención para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres de 1994 e involucra a los Estados de la región, con excepción de Estados Unidos, Canadá y Cuba. Existen diversos motivos por los cuales estos tres Estados no están adheridos al convenio. El argumento del Gobierno de la isla se basa en su expulsión de la OEA en 1962; por lo cual la organización consultada no puede ofrecer datos específicos sobre Cuba y sus migrantes. La falta de cifras, de registros, de organismos y de leyes que velen por las migrantes cubanas aumenta la vulnerabilidad en un contexto de riesgo; las vuelve invisibles.
En el norte de México, el 60 % de las migrantes perciben la violencia sexual como el principal riesgo, según confirmó un estudio del Comité Internacional de Rescate (IRC, por sus siglas en inglés). Sin embargo, no es exclusivo de la zona mexicana.
De acuerdo con Renata Viana, representante regional de incidencia de MSF, muchas de las personas que llegan a la organización —y se reconocen víctimas de agresión sexual— dicen haber sido violentadas en otros puntos de la ruta, antes de la llegada a México. La organización humanitaria recientemente alertó sobre la violación de 16 mujeres por día en febrero de 2024, durante el cruce de la inhóspita selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá. La organización ha llegado a comparar el grado de incidencia de las violencias sexuales en la ruta hacia Estados Unidos con contextos de conflicto armado.
«Muchas veces, cuando llegan a México, donde van a tener estancias más largas, es cuando más probabilidades tienen de buscar atención», subraya.
«El tipo de violencia que viven los hombres es diferente. No estamos planteando que no hay riesgo para hombres, pero el 97 % de las personas tratadas [víctimas de trata] en la región son mujeres y niños. La violencia ejercida contra hombres está más referida a violencia física», señala Luz Patricia.
Renata explica que su organización también ha registrado un aumento en los reportes de violencia sexual contra hombres. Pero no hay datos suficientes para saber si aumentó la violencia contra hombres o aumentaron los reportes. No obstante, la tasa de incidencia en mujeres sigue siendo preponderante.
¿Cuestión de suerte?
La palabra «suerte» se repite una y otra vez en cada uno de los testimonios, por muy diferente que sean. Las entrevistadas dicen: «yo tuve suerte».
Diana pensó que iba preparada para cualquier situación, para lo que fuera, para lo peor. La joven, que ahora es madre, pensó en las consecuencias antes de salir. «Cada paso que uno da en la vida tiene consecuencias», señala.
Tras llegar a Nicaragua, gracias a un pasaje que le compró el padre de su hija —ciudadano estadounidense—, una persona que la esperaba la trasladó a un hotel. En todo momento se sintió vulnerable, como una mercancía. Asegura que las personas que te cruzan «no son buenas». «Se dedican al tráfico de todo, de personas, de droga. Entonces, por mucho que te parezca que son buenas, no lo son. Son personas que tienen un negocio». Durante el trayecto escuchó tiros, vio armas, se enfrentó a la policía, cruzó ríos altos y caudalosos y montó caballos. Dormía solamente dos horas o por turnos. La misión principal era cuidar a su bebé.
Cuando Alejandra llegó a Oaxaca tuvo que montarse en una lancha en mar abierto durante 12 horas. No sabía nadar. «Nos mintieron», dice. Les prometieron chalecos salvavidas que nunca les entregaron. Solo había una rueda de camión en la que tenían que ir sentados. Después cruzó selvas, montó camiones y carros. No sabe decir si en algún momento se sintió insegura, porque no estaba consciente de lo que pasaba. «Hacía todo por inercia», recuerda. Su meta final era llegar a Estados Unidos y reunirse con su familia y decidió someterse a lo que fuera. Después de casi dos años, asegura que no volvería a pasar por la situación.
«Yo no me montaría en la parte de atrás de un camión con un tipo que no conozco».
¿Su mayor miedo? Amanecer muerta o ser violada. Alejandra, incluso, reconoce que tanto ella como su amiga eran constantes «puntos de mira». Por eso decidieron no bañarse, estar desarregladas, oler mal, pasar desapercibidas. Una precaución que de cierta forma seguía la falsa y dañina creencia de que las violencias sexuales son «provocadas», por cómo te vistes y cómo te comportas.
Para el viaje, Diana empacó ropa lo más holgada posible, para que no se le notara el cuerpo. Que no se le notara nada. Se fue sin arreglar, sin maquillaje, sin uñas; nada que pudiera llamar la atención. También buscaba pasar lo más desapercibida posible, lo «más fea posible». Incluso, pensó llevar condones, por si en algún momento sucedía algo.
Argan Aragón, doctora en Sociología, explica que parte de las mujeres que deciden transitar las rutas migratorias adoptan precauciones para evitar embarazos ante la alta probabilidad de ser violadas en el trayecto. Entre los métodos anticonceptivos cita los preservativos y la inyección Depo-Provera —también conocido con la «inyección anti-México— que impide la liberación del óvulo durante tres meses. «Una mujer en la Casa del Migrante de Guatemala tenía en su bolsa como única pertenencia 12 preservativos», cuenta Aragón en una entrevista de 2011 al diario La Nación.
Lucía recuerda haber aplicado una estrategia similar. «Ponte lo más fea posible. No te pongas ni una gota de maquillaje ni te peines. Sabemos las historias y lo que ocurre en ese transcurso hacia la frontera», le dijo su mamá desde Cuba en la última videollamada que sostuvieron antes de que ella cruzara a Estados Unidos.
Pasó una noche y un día en Ciudad de México antes de tomar un vuelo a Mexicali, según las instrucciones que le habían dado. En el aeropuerto, fue interceptada por la Policía aeroportuaria y le cuestionaron la ruta. «Yo dije que iba a visitar a unos amigos. Obviamente, no me creían». Le revisaron los documentos y como había entrado de forma legal al país, gracias a su visado Schengen, la dejaron ir.
Antes de aterrizar en Mexicali le habían advertido que debía colocar una suma determinada de dinero dentro del pasaporte para que los funcionarios de la Aduana la dejaran pasar. Lucía acató la orden, pero fue separada del grupo por unos agentes. La interrogaron e, incluso, la amenazaron con un perro. Ella se sintió humillada. En un hotel a las afueras del aeropuerto la esperaba el coyote.
«Desde el minuto que tomas la decisión de cruzar la frontera —al menos para mí— sientes miedo, inseguridad y no sabes lo que va a pasar. Yo pensé “no tengo hijos, no tengo algo que perder en la vida, pues me voy a arriesgar”. Había escuchado muchas historias de mafias, algún cartel que me podía secuestrar, violar, cualquier cosa. Pero aquí en Estados Unidos había personas que me estaban esperando», comenta.
Al quinto día de travesía, la despertaron cerca de las 5:00 a. m. y la montaron en un camión. Iba en un grupo compuesto, en su mayoría, por mujeres. Hicieron un viaje de 45 minutos, aproximadamente, hasta llegar a una casa desolada en el medio del desierto. Ahí tuvieron que bajarse rápido y montarse en otra camioneta. El conductor del último vehículo le dio miedo. Lo describe como un hombre alto, joven, con un sombrero mexicano y que andaba con una botella de tequila en la mano.
En un momento, el chofer puso al máximo volumen corridos mexicanos cuyas letras —cuenta Lucía— hacían alusión a asesinatos. El nerviosismo llevó a una de las muchachas del grupo a entrar en un ataque de risa. «Yo le decía “cállate, porque aquí nos van a matar”».
Camino a Ciudad de México, el grupo en el que se encontraba Alejandra fue interceptado por la Policía, por lo que tuvieron que buscar refugio en un basurero. Alejandra aprovechó la oportunidad para bajarse de la camioneta y orinar en una zona recluida, lejos de la gente. De repente apareció un hombre que ella no reconoció. Le ofreció asistencia y la tomó de la mano.
«Me vio todo el rato orinar y yo estaba en una parte donde no había nadie (...). Después, me sentí mal. ¿Le había dado vía libre a algo? Me sentí muy incómoda porque no sabía si ese señor formaba parte de las personas que me estaban transportando. Me podía mandar a cualquier lugar. Se supone que tú tienes que seguir al coyote. Tú pones tu vida en las manos de una persona que no conoces».
Después, Alejandra sintió tanto miedo que no iba sola al baño, sino en grupo. También dormía un número limitado de horas.
Le ofrecieron droga, «una pastilla muy rara» que los choferes llamaban «el despertador». Utilizaban la sustancia para no dormirse mientras estaban en la ruta. Tanto ella como su mejor amiga declinaron, pero sentían la presión de aceptar. Intentaban siempre ser amables con los coyotes, sentían que su vida dependía de ello y había un límite de cuánto podían o no reclamar.
«Si tú saltas a defender a una persona que está siendo atacada, jodiste la travesía. Ellos te denuncian por venganza y te quedas ahí. Hubo personas que venían en mi grupo, que perdieron a un familiar porque se volcó el camión y tuvieron que dejar el cuerpo. Trabajan psicológicamente con lo material, con lo que uno viene buscando aquí. Te dicen que si no haces lo que te ordenan, no llegas», comenta Alejandra. «Yo estaba tan traumatizada que si pasaba algo malo, lo único que podía hacer era ver cómo podía defenderme. Qué podía coger para pegarle a alguien».
La única noche que Camila pasó en casa del coyote junto a su esposo se sintió segura. «Esa persona vivía ahí con su familia. Estaba su esposa, sus hijos. Había otros migrantes que también estaban en la misma situación e, incluso, tenían niños. En ese momento, no hubo nada que me generara incomodidad. Era el miedo por lo desconocido».
Al día siguiente, cruzó sin percances y después de cinco o seis minutos de estar caminando, apareció una patrulla fronteriza de Estados Unidos que la recogió.
Su familia, tanto en México como en Estados Unidos, estuvo al tanto de su paradero. «Siempre tenía personas a las que recurrir, aunque no estuvieran cerca de mí en ese momento», explica. Sin embargo, reconoce que no tenía información de alguna institución a la que pudiera asistir en caso de cualquier eventualidad.
«Nunca pensé que me fuera a pasar nada, pero en caso de que me pasara, no hubiese sido una opción recurrir a la Policía mexicana. Cuando viajamos de Guadalajara a Mexicali, mientras bajábamos del avión, la Policía pidió a los cubanos, venezolanos y haitianos que se separaran del grupo y nos extorsionaron. Si tú no le pagabas una cierta cantidad, te podían retener o hacer lo que sea que se les ocurriera».
Camila aún se pregunta qué hubiera ocurrido si no hubiera tenido el dinero.
«Las mujeres que transitan por múltiples países van quedándose sin capital y los cuerpos pasan a ser parte de la negociación», alerta Luz Patricia, secretaria técnica del MESECVI.
La migración irregular se desarrolla dentro de negociaciones con grupos criminales que facilitan —o no— el tránsito. Pero la realidad es que los agresores también pueden ser los compañeros de ruta y agentes del Estado.
Médicos Sin Fronteras y el Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará identifican diferentes manifestaciones de agresiones sexuales. Desde la violación con penetración, hasta contactos físicos sexuales no consentidos y las llamadas «revisiones invasivas» de los agentes estatales. De acuerdo con MSF, con más de una década de trabajo en México, disímiles pacientes han reportado «tocamientos» y «penetración vaginal» por parte de las autoridades, bajo la excusa de búsqueda de objetos de valor.
En contextos más «favorecedores» (no excepcionales), solamente se denuncia un reducido número de crímenes sexuales. Las causas son muchas, la falta de información, el temor a represalias, la vergüenza, la culpa impuesta o autoimpuesta o la falta de acompañamiento jurídico y psicológico. Las mediaciones se agravan aún más en las rutas migratorias. Prevalece el temor al estigma y la vergüenza y el miedo de no saber quién es el agresor o de estar en sus manos.
«Una población que está en movimiento y tiene prisa en llegar a su destino final es más difícil de sensibilizar sobre la importancia y la urgencia de recibir la atención médica, tanto física como mental», agrega Renata, representante regional del MSF.
Luz Patricia alerta que las mujeres —y los cuerpos feminizados, en general— tienden a realizar las travesías sin ser conscientes de los derechos con los que cuentan. Otras tienden a no denunciar cualquier forma de violencia, producto de un estigma social que aún las culpabiliza del riesgo que tomaron.
La Convención Belém do Pará, adoptada el 9 de junio de 1994, establece que los Estados deben garantizar el derecho de las mujeres —incluidas las migrantes— a una vida libre de violencia. Lo cual incluye sancionar a los responsables y garantizar a las mujeres una reparación que permita recomponer su vida.
«Prevalece la impunidad, la ausencia de recursos efectivos para buscar ayuda, la carencia de servicios para lidiar con las consecuencias de la violencia sexual —como los embarazos no deseados—. Herramientas para que puedan no solo reconocer que no fue culpa de ellas, sino para poder iniciar una ruta de reivindicación, del derecho a transitar libremente. Parte de lo que estamos viendo es que los Estados no dan una respuesta eficiente a las solicitudes en busca de acompañamiento o reparación o justicia. Por lo que las mujeres viven el proceso solas, en silencio».
En la ruta … ¿Quién me cuida?
Para Alejandra, su red de apoyo durante la veintena de días fue su familia —dentro y fuera de la isla—. Ni sus amigos conocían por dónde estaba ni lo que estaba pasando. Aprovechaba los pocos lugares en los que podía conectarse para mandar la ubicación a su círculo más cercano. No era posible todo el tiempo. Los coyotes amenazaban con entregar a quienes dejaban abierto el WhatsApp.
Diana intentó mantener una comunicación constante con su familia, aunque el uso del teléfono estaba prohibido en la travesía para evitar un posible rastreo satelital. Uno de sus mayores temores era que algo le pasara y nadie supiera de ella nunca más. Entonces, inventó un «código» para decir que todo estaba bien o mal o que algo le iba a pasar. La familia esperaba todo el tiempo sus mensajes. Ellos eran su soporte emocional.
Hubo momentos de mucho miedo e incertidumbre. Una vez, la encerraron cuatro días con 11 personas en un cuarto. Pero entendía que, pasara lo que pasara, no podía acudir a la Policía. No confiaba. Entregarse a las autoridades significaba ser repatriada. «No sabía de alguna institución, no sabía en qué me podían ayudar». Aún recuerda el hotel donde permaneció en Honduras, repleto de hombres drogados que la miraban con «otras intenciones». Drogados al punto de perder la consciencia. «Fue el momento que más miedo me dio». Decidió no salir de la habitación.
«Los coyotes, al saber que estaba embarazada, me iban cuidando, pero a punta de pistola».
En la frontera de Guatemala con México, mientras iban parados en un auto, uno de los hombres que viajaba con ella, por accidente, le dio un golpe en la cara con el codo. El ojo de Diana se puso morado. Uno de los choferes le preguntó qué había ocurrido. Diana le explicó, pero no le creyó. «Me dijo: “ese golpe yo lo he visto otras veces, otras muchachas han llegado golpeadas y si usted no me dice la verdad yo voy a descubrir quién le hizo eso y aquí lo desaparecemos”».
Alejandra entró en Estados Unidos por Texas, pero primero tuvo que cruzar el Río Bravo en balsa. En el grupo había un niño de unos 4 años que se aferró a ella. Al desembarcar, les habían advertido que debían caminar unos diez minutos, pero no podían agarrarlos las autoridades fronterizas o serían devueltos. Tenían que correr hacia la «garita» para entregarse de forma voluntaria.
«Mientras estábamos caminando sentimos los ruidos de un auto y empezamos a correr. Yo tuve que correr con ese niño que no sabía de quién era. Era el miedo de qué va a pasar ahora después de tantos días y tantas cosas».
A Lucía y al resto de las mujeres de su grupo las soltaron en una carretera con hierbas y algunas palmas. Les dijeron que tenían que caminar hasta un punto en el que las esperaría otro coyote. Caminaron rápido, pero en un momento se perdieron. «Estaba muy nerviosa y pensaba “aquí me puede pasar cualquier cosa, aquí puede venir otra mafia o puede venir la Policía”. En ese momento, salió de un arbusto una pareja de cubanos —una mujer y un hombre—. Habían pasado por Nicaragua y llevaban ocho días perdidos».
Cuando finalmente encontraron la ruta, les indicaron que debían cruzar el río Colorado, el cual conecta Mexicali con Arizona. «Cruzamos el río y de ahí, el desierto. Todo el tiempo fue un desierto puro, hasta que en el fondo vimos la Patrulla Fronteriza de Migración de Estados Unidos».
Se entregaron un 5 de enero cerca de las 8:00 a. m. De ahí fueron trasladados a Yuma —también conocido como «La Hielera»— donde están las carpas de chequeo. El proceso duró cerca de cinco horas. Lucía fue posteriormente trasladada a Thompson, otro centro de detención. Pensó salir rápido. Según testimonios de otras personas que habían cruzado, la estancia en los puntos a cargo del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) podía ser de dos o tres días. Pero no fue así. De ahí pasó a Tucson, de ahí a Nogales, hasta ser ubicada de forma definitiva en un Detention Center. Una cárcel para inmigrantes. Ahí permaneció 50 días.
«Había mucha discriminación por parte de los oficiales. Desde que te ponían el uniforme. Los calzones que nos daban, incluso, estaban manchados de sangre de menstruación. La manera en que nos trataban era horrible. Fueron los peores 50 días de mi vida», asegura Lucía.
Diana concuerda. El cruce de fronteras fue el peor momento de su travesía. «En inmigración te tratan muy mal. Yo me desplomé. Mucho maltrato psicológico. Estuvimos un día entero pasando frío en “La Hielera”. Sin mantas. Pasé mucho frío porque entré sin abrigo, sin nada. Me quitaron mis pertenencias y las botaron, solo me dejaron el pasaporte». En el centro de detención en el que permaneció 16 días, lloró sin parar. Le pareció estar en una cárcel.
Alejandra estuvo 28 horas detenida. Entró un 31 y la soltaron al día siguiente por la mañana. En ese corto tiempo, asegura, fue acosada por un guardia de seguridad. Compartió celda con cerca de un centenar de mujeres mexicanas, nicaragüenses, hondureñas y venezolanas. Mujeres que contaban de lo que huían. Algunas huían del esposo, otras del padre. Había niñas de 14 años que por quinta vez intentaban cruzar la frontera.
Lucía aún carga en la memoria con las historias de muchas mujeres de diferentes nacionalidades. «Historias horribles», dice. «Una mujer que fue violada ocho veces en la frontera. Hay muchas mujeres que son maltratadas físicamente. Sé que es real, las historias de violación, de maltrato, de abuso, de estafa, de robo. Yo corrí con suerte, pero estaba segura de a lo que me exponía».
«Siento que tuve suerte. En cierta medida, el factor suerte hay que tenerlo en cuenta», explica Camila, quien reconoce que no hubiera hecho el viaje sola ni tampoco si hubiese tenido que transitar fronteras de terceros países. «No todos los coyotes viven con su familia y no todos los coyotes te llevan para su casa. Si eres mujer, a lo mejor te sientes más vulnerable. Hay historias de personas que durante el cruce vieron cuerpos tirados en el camino. Sí, escuché muchas historias».
«Lo principal [para cualquier mujer que quiere cruzar] es que hagan averiguaciones antes de tomar la decisión, que tengan en cuenta lo que les puede pasar y entonces verifiquen si están dispuestas a correr los riesgos o no. Tener a disposición alguien que pueda responder por ellas en alguna situación», aconseja Camila.
Migrar, un derecho humano
Para Diana, su método de supervivencia consistió en «ponerse fuerte», permanecer callada el mayor tiempo posible y obedecer. «Eso es lo que hay que hacer en la travesía para protegerte (...). El mundo es horrible para nosotras, siempre lo ha sido. Es más difícil para nosotras. Lo pienso así».
«No es quitarte la voz, pero simplemente ignorar en un momento determinado los comentarios que pueden hacer. Si te pasa algo, no vas a ser escuchada. Es muy feo. Yo todo el tiempo quería contestar y quería hacer un montón de cosas, pero tienes que quedarte callada», señala Alejandra.
La Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos (1966) reconoce en su cuerpo legal los derechos a la libre circulación y a elegir el lugar de residencia. En 1951, se creó la Organización Internacional para las Migraciones. Según el último plan estratégico de la OIM, los tres objetivos principales de la organización para 2024-2028 son: salvar vidas y proteger a las personas en movimiento, impulsar soluciones al desplazamiento y facilitar vías para la migración regular.
A la par, muchos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible contienen metas e indicadores relacionados con los migrantes y la migración. La meta 10.7 de los ODS insta a los países a «facilitar la migración y la movilidad ordenadas, seguras, regulares y responsables de las personas, incluso mediante la aplicación de políticas migratorias planificadas y bien gestionadas».
De acuerdo con el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, hasta mediados de 2020, el 48.1 % de las personas que migraban eran mujeres. El organismo reconoce que las desigualdades de género aumentan el riesgo de violaciones de los derechos humanos durante las rutas y que afectan especialmente a las mujeres, las niñas y a las sexodisidencias. Los riesgos más altos están en las agresiones sexuales.
Susanne Willers, la doctora en sociología de la Universidad Nacional Autónoma de México, señala que las vivencias de las mujeres durante el tránsito —y posterior cruce fronterizo— tienen una repercusión en la llegada a los países de destino y su inclusión en estos. Los viajes se convierten en un turning point, al ser sucesos que suponen un cambio relevante.
A nivel regional, la Convención Belém do Pará obliga a los 32 Estados firmantes a recibir y proteger a las migrantes, atenderlas y garantizarle acceso a la justicia sin importar su nacionalidad.
«En los casos de trata, las víctimas tienden a ser protegidas por un período de tiempo, mientras se persigue a los tratantes. Pero, el planteamiento nuestro es que el procedimiento tiene que generarse también a lo largo del proceso migratorio —explica Luz Patricia—. Muchas [mujeres] no quieren denunciar porque temen ser identificadas y ser devueltas. Nosotros planteamos que una mujer que pide ayuda y que está ejerciendo su derecho migratorio tiene que ser protegida y se debe garantizar su libre tránsito».
El MESECVI no trabaja de manera directa con casos de agresiones, pero supervisa las medidas que toman los Estados firmantes para garantizar el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia. Sin embargo, la entidad reconoce que los Gobiernos de Panamá, Costa Rica, México, Honduras y Nicaragua —países de mayor tránsito hacia Estados Unidos— no presentan iniciativas, más allá de tratar de generar un corredor humanitario.
En marzo de 2024, en el marco de los esfuerzos regionales para prevenir y atender la violencia de la que son víctimas mujeres y niñas a lo largo del trayecto migratorio, la organización, en conjunto con el Gobierno panameño, hizo pública la «Guía Operativa para el Personal de Control Migratorio: Entrevistas y Atención Inmediata a Mujeres en su Diversidad, Infancias y Adolescencias Migrantes Víctimas de Trata de Personas con Fines de Explotación Sexual en Panamá». El objetivo del instrumento es fortalecer las capacidades de profesionales gubernamentales del área de migración para brindar apoyo y atención a sobrevivientes.
«Es cierto que algunos Estados facilitan autobuses que van de un extremo al otro. Sin embargo, no es solo facilitar el tránsito, sino el tránsito seguro. Existe una ausencia de políticas públicas para garantizar la seguridad y el acceso a la justicia a personas migrantes», agrega Luz Patricia.
Actualmente, el MESECVI analiza el caso específico de México —como parte de su cuarta ronda de evaluaciones— y se espera que dentro de algunos meses el Estado tenga mayor claridad de las políticas migratorias para las mujeres.
La Ley General mexicana para prevenir, sancionar y erradicar los delitos en materia de trata de personas y para la protección y asistencia a víctimas de estos delitos prevé la adopción y ejecución de «las medidas necesarias para proteger a los inmigrantes o emigrantes y, en particular, a las mujeres, niñas, niños y adolescentes, en el lugar de partida, durante el viaje y en lugar de destino».
En 2013, el Gobierno mexicano aprobó la Ley general de víctimas. La normativa reconoce la necesidad de ofrecer «garantías especiales y medidas de protección a los grupos expuestos a un mayor riesgo de violación de sus derechos, como niñas y niños, jóvenes, mujeres, adultos mayores, personas en situación de discapacidad, migrantes, miembros de pueblos indígenas [...]».
También existe desde 2012 el Reglamento de la Ley de Migración (2012), que brinda especial atención a las mujeres durante los procedimientos migratorios. Las estaciones migratorias deben contar con áreas especiales para mujeres, en las cuales el personal de seguridad, vigilancia y custodia debe ser «exclusivamente del sexo femenino». Además, provee la protección a las mujeres migrantes embarazadas.
Desde 2001 en México existe el Instituto Nacional de las Mujeres que también atiende a las mujeres migrantes.
Sin embargo, los esfuerzos se han quedado cortos. «En general, lo que sentimos es que los países, incluso México, han hecho muchas promesas en los últimos tiempos. Muchas cumbres, muchos encuentros y no vemos tantas acciones en la práctica», señala Renata Viana, representante regional de incidencia de MSF.
«En Ciudad de México hay un poco más de oportunidad de acceder a servicios, pero en otros sitios no veamos la misma realidad. Falta mucho por hacer. Con el flujo sin precedentes, también vinieron necesidades sin precedentes. La respuesta institucional y humanitaria de actores externos es insuficiente, no acompaña las leyes».
A raíz del contexto que existe en la ruta hacia Estados Unidos, Médicos Sin Fronteras ha optado por no solo atender cuestiones de salud primaria, sino que en su acción también provee atención psicológica. Con oficinas desplegadas en Tapachula, Ciudad de México, Reynosa y Matamoros, desempeña labores de trabajo social y brinda ayuda para encontrar albergues, contactar embajadas, pedir documentación. «Sabemos cuál es la desesperación y nadie elige la ruta irregular por pura aventura. Si uno la elige es porque es la única solución que encontró», explica Renata.
«Lo más importante es informarse con qué recursos puede contar durante el tránsito. Tener identificadas las organizaciones a las que puedan llamar y acudir, los teléfonos de emergencia con los que se pueda comunicar. Tratar de armar una lista de espacios seguros que puedan brindarle ayuda en caso de emergencia», agrega Luz Patricia. «Muchas personas que están irregulares piensan que no pueden exigir. No conocen sus derechos, sus posibilidades».
Entonces, no. No debería ser cuestión de suerte.
El 17 de julio de 2024, mientras se cerraba la presente investigación, Súper Channel 12 —un medio de Piedras Negras, México— notificó sobre el arresto de un coyote responsable de agredir sexualmente a una migrante cubana. El crimen ocurrió en un refugio clandestino manejado por traficantes en la frontera con Estados Unidos.
*Durante el desarrollo de esta investigación, elTOQUE conoció cubanas sobrevivientes de violencia sexual en la ruta que prefirieron no compartir su testimonio para no revivir la experiencia traumática. Romper el silencio para una sobreviviente es un proceso complejo y puede demorar años.
**Este reportaje forma parte del fondo de periodismo de Casa Palanca, destinado a mujeres y personas no binarias que ejercen el periodismo y la comunicación dentro o fuera de Cuba.
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Rafael Perez
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