Foto: Chandler Fernández.
Doblemente extranjera: una cubana en una protesta en Barcelona
13 / diciembre / 2024
Es sábado 23 de noviembre de 2024. Los catalanes se han lanzado a las calles porque hace años que Barcelona se vende como un megahotel. Han salido a protestar porque el auge de los pisos turísticos encarece la vida y expulsa a los vecinos. Sus exigencias incluyen reducir al 50 % el precio de los alquileres, limitar el número de turistas, prohibir la especulación inmobiliaria y garantizar contratos indefinidos.
La muchedumbre corea: «¡Esto no es un Monopoly!» y agita sus llaves en Plaza Universidad, situada en los límites entre los distritos del Ensanche y Ciudad Vieja. Sobre las cabezas de los manifestantes se alzan también pancartas: «Airbnb mata barrios», «Basta de especulación», «Vivir es un derecho, no un negocio».
Más de 170 000 personas se han reunido en la Ciudad Condal, según el Sindicato de Inquilinos. Es la marcha más grande que ha habido jamás en España por el derecho a la vivienda, aunque el Gobierno cifra el número de asistentes en apenas 22 000. Este año, también ha habido manifestaciones masivas contra la turistificación en las Islas Canarias, en Málaga, en Madrid…
Mientras la gente se dispersa por las calles, siguen sonando las llaves como vestigios del reclamo popular. «Hoy empieza un nuevo ciclo político», dijo Carme Arcarazo, portavoz del sindicato. Los protestantes han hecho una advertencia: si no se atienden sus demandas, comenzarán una huelga de alquileres y dejarán de pagar.
A pocos metros, una docena de personas permanece sentada en la terraza del Celler de Tapas, cafetería ubicada en una de las laderas interiores de la Plaza. Sobre las mesas hay ceniceros, copas a medio vaciar y bolsas de compras en las que puede leerse: «Stradivarius», «Zara», «Lefties»… De vez en cuando los comensales observan a los manifestantes, pero lo hacen con un gesto casual, sin asombros ni insistencias.
La Policía bordea el tumulto. Los agentes permanecen serenos y conversan entre ellos. Están uniformados. Llevan tonfas y pistolas. Nadie ahoga el grito. Nadie esconde la pancarta ni disimula su enojo.
En Valencia, el 9 de noviembre, algunos de los manifestantes que exigían la dimisión del presidente de la Comunidad, Carlos Mazón ―por los más de 200 muertos que causó la gestión negligente de la DANA― fueron reprimidos a golpes. Pero es una escena que la Generalitat de Cataluña no quiere repetir. El costo político de la criminalización de la protesta en un país en democracia hace más de 40 años pondría en entredicho el Estado de derecho. Permitir que los españoles se lancen a las calles a gritar por alquileres dignos funciona como válvula de escape. Sale a cuentas.
El Estado español sabe que el uso de la fuerza conlleva una factura más cara. En realidad no existe garantía de que el Gobierno escuche los reclamos de la gente, intervenga el mercado, eche a los fondos buitre o impida la compra de vivienda a los bancos, pero ahí está la ciudadanía ejerciendo su libertad de protestar, un derecho asumido por los catalanes como caminar por las Ramblas o quejarse por el precio de la cerveza en un bar.
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Y también estoy yo, frente a una ciudad colapsada que me da la bienvenida. Una cubana migrante por primera vez en la costa mediterránea. Pensar en Cuba es inevitable en ese momento. Quienes se atreven a protestar en la isla no siempre vuelven a casa. A veces ni siquiera alcanzan a cruzar el portal de donde viven porque la Seguridad del Estado los amenaza, monta guardia y les impide salir. También los enjuicia, los expone en televisión, los defenestra, encarcela y expulsa. La gente lo ha sabido por más de 60 años.
En Cuba, la protesta ciudadana ha sido sistemáticamente bloqueada por un entramado de mecanismos estatales para deslegitimarla. Durante décadas, el Estado ha intentado exterminar la sociedad civil y ha instalado un marco legislativo que criminaliza y estigmatiza el disenso, bajo etiquetas como «mercenarismo» o «contrarrevolución». Ha monopolizado el espacio público mientras la base social que podría movilizarse se encuentra empobrecida, exhausta y atrapada en un contexto de desesperanza.
Las manifestaciones de descontento público comenzaron a crecer a partir del 11 de julio de 2021, cuando el régimen enfrentó la protesta más grande de su historia. Ese mismo día el presidente Díaz-Canel dijo en televisión nacional que «la orden de combate» estaba dada y que a la calle los revolucionarios.
Aun así, la gente en Cuba organiza cacerolazos y lanza denuncias en redes sociales. Entre enero y noviembre de 2024, la organización independiente Justicia 11J contabilizó más de 180 protestas y 62 detenciones en la isla, si bien ninguna ha tenido el alcance de la de julio de 2021.
En la otra cara de la moneda, el Gobierno sostiene un mensaje claro y ejemplarizante. José Daniel, Sulmira, Luis Manuel, Maykel, María Cristina… son algunos de los rostros más conocidos del millar de presos políticos cubanos que numera Prisoners Defenders y Amnistía Internacional.
Pero en su nombre no se ha llenado plaza alguna, porque en la isla, a diferencia de Cataluña, la protesta está condenada a la represión antes de empezar.
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En Cuba yo también tuve miedo. Y ahora lo volví a sentir en Barcelona. Hace apenas unos meses, los titulares advertían que turistas de visita en la ciudad fueron atacados con pistolas de agua.
Tengo todas las papeletas para ser blanco de sus reclamos. Me delata la mochila en la espalda y la maleta que llevo arrastrando desde que llegué a la estación de Sants. Finjo ser local y evito mirar a los ojos a los manifestantes. Funciona.
Ignoran que soy uno de ellos. Vivo en una habitación de 20 metros cuadrados. Un sueldo mínimo tampoco alcanza para independizarse en Madrid, si bien ―por invitación de una amiga cuya familia es dueña de una segunda vivienda en Barcelona― me dirija a un ático vacío en el centro.
«Gente sin casa y casa sin gente», es la última pancarta que alcanzo a leer mientras continúo mi paso a través de la manifestación. Ahí radica mi paradoja. Soy doblemente extranjera en esta marcha: camino a una casa sin gente y vengo de un país donde está prohibido protestar.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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