Cuando la Revolución cubana terminó, el discurso oficial se inventó una forma de enmascararlo. El fin no solo era inevitable, sino natural. Con los años se convirtió en un absurdo continuar nombrando «revolución» al régimen de La Habana. El historiador Enrique del Risco se ha referido a lo que ha pasado en Cuba desde 1959 como una gran operación de mercadeo en la que se ha utilizado una etiqueta mágica: revolución.
Ningún otro país que experimentó un proceso revolucionario (como México, Francia y Estados Unidos) persistió en mantener la denominación tantos años como lo ha hecho Cuba. Luego más de 60 años no tiene sentido usar la palabra revolución en Cuba. Ni la teoría ni la realidad social lo justifican.
«Es absurdo incluso en los términos del marxismo, porque hablamos de cambios en estructuras sociales, económicas, culturales, mentales… que ocurren en un período entre tres y cuatro años o, como máximo, entre diez o quince años. Eso dura un proceso de destrucción del viejo régimen, ascenso de una nueva élite y construcción de un nuevo régimen», recalcó el politólogo Armando Chaguaceda durante un taller coordinado por el Instituto Internacional de Artivismo Hanna Arendt (Instar).
Chaguaceda advierte que en Cuba el liderazgo político entendió el potencial simbólico de la palabra «revolución» y así se autonombró. Para no caer en la trampa de cuestionar al Estado cubano en sus propios términos, insiste en no emplearla y recuerda que «las palabras son armas en una polémica y se emplean para ganar o restar sentido. Se asocia la revolución con la idea de progreso y eso en el mundo genera simpatía. Llamar revolución a lo que existe en Cuba es una contradicción. Es un régimen posrevolucionario autoritario».
¿Cómo y por qué ocurren revoluciones?
Las revoluciones son fenómenos escasos en la historia de la humanidad. Cuando las personas toman conciencia de que pueden decidir su destino y transformar sus vidas, la palabra «revolución» cobra relevancia en el lenguaje político.
El académico cubano Rafael Rojas ha explicado que toda revolución es un proceso de aceleración del cambio histórico, pero que preserva aspectos del antiguo régimen. Por tanto, habrá retrocesos que interrumpen la marcha del cambio.
Por su parte, la filósofa alemana Hanna Arendt advirtió en su libro Sobre la revolución que no bastaba con emprender una revolución para lograr la liberación, se necesitaba, en igual medida, la libertad: «el significado de la revolución es la actualización de una de las potencialidades más grandes y más elementales del hombre, la experiencia sin igual de ser libre para emprender un nuevo comienzo».
Las revoluciones incluyen una dosis de violencia y sin importar cuánto implique a los oprimidos, quienes las han iniciado son hombres de letras. Dice Arendt que «solo los que están libres de la necesidad pueden apreciar plenamente lo que es estar libre del miedo, y solo estos se hallan en condiciones de concebir la pasión por la libertad pública».
Aunque se han producido muchos conceptos y caracterizaciones en torno a la idea de revolución, la mayoría coincide en que implica movilización de masas en distintos escenarios (urbanos, rurales, estudiantiles…), en que se caracteriza por una corta duración y conduce a un cambio de régimen que, por lo general, potencia una ideología que justifica el cambio.
¿Qué viene después de una revolución? Los académicos y politólogos Steven Levitsky y Lucan Way advierten que los regímenes revolucionarios son notablemente duraderos, y que las revoluciones suelen desencadenar procesos que culminan en un régimen autoritario. Apuntan que varios de los regímenes autoritarios más longevos del siglo pasado surgieron y se consolidaron tras una revolución violenta [México (83 años), la URSS (74 años), China (más de 63 años), Vietnam (más de 59 años) y Cuba (63 años)]; estos, además, resultan ser más resistentes a procesos de democratización.
Añaden que el cambio revolucionario deja, entre otros, dos legados: la destrucción de centros de poder independientes, como el ejército; un estrecho control partidista sobre las fuerzas de seguridad y poderosos aparatos coercitivos.
Lo que hoy en Cuba se denomina Revolución cubana no se legitimó en las urnas ni con democracia, sino con historia y una ideología nacionalista. El 10 de octubre de 1968 Fidel Castro aseguró que en Cuba solo había existido una Revolución: «¿Qué significa para nuestro pueblo el 10 de octubre de 1868? ¿Qué significa para los revolucionarios de nuestra patria esta gloriosa fecha? Significa sencillamente el comienzo de cien años de lucha, el comienzo de la revolución en Cuba, porque en Cuba solo ha habido una revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868. Y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes».
Más allá de esta apelación sesgada del pasado del país que se convirtió en un dogma histórico, identificar los límites temporales de la Revolución cubana representa un desafío. Algunos autores coinciden en que comenzó con los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes en 1953 y con el desembarco del yate Granma por playa Las Coloradas en 1956.
El momento del triunfo no genera dudas, pero luego comienza un proceso de concentración del poder que dificulta señalar con exactitud el momento en el que el proceso revolucionario terminó.
Señales del fin de la Revolución cubana
En Cuba, el discurso oficial se ha encargado de calificar la Revolución con rimbombantes adjetivos como «invicta» y «eterna». En los periódicos nacionales se construye una imagen monolítica e inamovible de un proceso histórico que terminó.
«Parece un disparate que tengamos que hablar de esto», advierte el profesor y jurista Julio Antonio Fernández Estrada, mientras le parece inconcebible que un Estado institucionalizado alrededor de la teoría marxista apostara por una revolución «eterna». El marxismo no la hubiera concebido nunca y esas paradojas traicionan el origen de la Revolución.
Al evaluar en qué momento concluyó el proceso revolucionario, Fernández Estrada propone varios parámetros; entre ellos, la creación del Partido único, la adopción de medidas contrarias al progreso y el fin de la provisionalidad revolucionaria. En función del tipo de análisis que se realice ―jurídico, institucional o cultural―, la Revolución cubana habrá terminado en un año u otro.
El profesor señala como un posible punto de cierre la creación del Comité Central del Partido Comunista de Cuba en 1965, porque significó el veto al pluralismo político en el país y la apuesta por un sistema monopartidista que hasta hoy no permite otros posicionamientos políticos.
Tres años después comenzó un período conocido como Ofensiva Revolucionaria. Este podría ser otro momento de clausura. La nacionalización de pequeños y medianos negocios cerró un ciclo de cambios. Se confiscaron más de 55 000 pequeños establecimientos (comercios de víveres, carnicerías, bares, lavanderías, barberías, artesanías, entre otros) operados por pocas personas. Para Hilda Landrove, investigadora, ensayista y promotora cultural cubana, este es un momento definitivo: «deja claramente establecido, en la práctica y en lo normativo, que el orden económico cubano sería el control estatal en una escala total».
Otro punto de quiebre fueron las medidas contrarias a la transformación social. Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), por ejemplo, que funcionaron entre 1965 y 1968, se convirtieron en fuente de persecución y discriminación. Las UMAP fueron centros de reclusión concebidos para «reeducar» a quienes podían representar un peligro para la Revolución. Aunque desde 1961, con Palabras a los Intelectuales (el conocido discurso de Fidel Castro), había comenzado la censura cultural, artística y literaria y la imposibilidad de hacer críticas dentro del sistema.
Para Landrove, la dimensión cultural, junto con la económica, ofrece una clara señal del fin. Reconoce en otro episodio, el Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971, un acontecimiento que demuestra cómo la Revolución se convierte en institución. «Establece un dominio sobre el imaginario, el pensamiento y la cultura, en lo adelante no se permitirá un pensamiento fuera del canon de la “Revolución”. Ahí deja de ser una revolución, pero se sigue llamando a sí misma de esa manera», sostiene Landrove.
Si bien las transformaciones más importantes ocurrieron a mediados de la década de los sesenta, con el término de la llamada provisionalidad revolucionaria en 1976 concluyó la Revolución cubana; es decir, en ese período (1959-1976) Fidel Castro no convocó a elecciones, no le importó gobernar sin Constitución durante 15 años y dejar en la sombra al presidente Osvaldo Dorticós Torrado.
Si se atiende a parámetros institucionales y jurídicos, a partir de 1976 hay un nuevo Estado y otra institucionalidad en el país con la adopción de la Constitución de 1976.
«Se crea un Estado deudor del soviético, ateo, con un sistema político monopartidista y un sistema económico socialista que prohíbe y estigmatiza la propiedad privada ―sostiene Estrada― mientras el ordenamiento jurídico cierra las puertas a instituciones tan importantes como la defensoría del pueblo y las de los derechos humanos. Nada de esto es revolución en ningún sentido».
Además del dogma histórico de que la Revolución ha sido una desde el inicio de las luchas independentistas cubanas en 1968 y de que el Partido Comunista es heredero del Partido Revolucionario Cubano de José Martí, otro elemento que ha contribuido a la idea de la revolución permanente es la presencia de la dirigencia histórica de los años cincuenta y sesenta en el panorama político del país. Esas personas que continúan vivas son protagonistas de las decisiones políticas y se encargan de mantener en la conversación pública estos dogmas.
Landrove considera que en Cuba no hay impulso transformador, todo el impulso de la acción política va dirigido a estabilizar el régimen político, en ningún caso a transformarlo. Es lo que denominan «continuidad» y que se ha convertido en una fuerza reaccionaria encargada de mantener el poder en manos de unos pocos.
Rafael Rojas ha explicado que una de las mayores habilidades del castrismo ha sido la instrumentación de cambios sociales y culturales en favor de la perpetuación del régimen.
Entre esos cambios menciona la renovación generacional de las élites del poder que ha servido para desplazar los errores hacia los «otros»: Carlos Lage, Roberto Robaina, Felipe Pérez Roque o, más recientemente, Alejandro Gil Fernández.
Otros instrumentos políticos e ideológicos para sostener la legitimidad del poder fueron la batalla de ideas, que apeló al nacionalismo en un «estado de emergencia», y la nueva política religiosa, después de haber reprimido a la oposición católica cubana. Estas y otras transformaciones no ocurrieron para afectar a las figuras del poder, sino para perpetuarlas.
¿Cómo nombrar el sistema de Gobierno cubano?
En la actualidad, académicos, intelectuales y medios de comunicación describen el sistema político cubano como régimen totalitario o dictadura. Los principales argumentos para la caracterización incluyen la falta de elecciones libres y plurales, la persecución de la oposición política, la censura de los medios de comunicación y la restricción de las libertades civiles.
Para Hilda Landrove, el término capitalismo de Estado resulta el más interesante porque se refiere a una élite oligárquica que controla la economía: «Hablar de capitalismo de Estado resulta conveniente en la discusión para argumentar que lo que hubo en Cuba nunca fue socialismo. Creo que se abre una discusión en otra dirección (...). Además, aunque se le llame capitalismo, este control oligárquico también está previsto en el socialismo estatista, ya que se trata de un control social por parte del Estado que finalmente tiene en sus manos los medios de producción, los recursos y los beneficios».
Por otro lado, en Cuba, el sistema electoral está controlado por el Partido Comunista, el único Partido legal en el país. Aunque se celebran votaciones, no hay competencia multipartidista ni de otro tipo.
Solo en la base del sistema electoral, las personas pueden elegir su candidato barrial a las Asambleas Municipales del Poder Popular, aunque el proceso está vigilado de cerca por los órganos represivos del Estado. Así lo confirmaba Díaz-Canel en 2017 en una reunión filtrada.
«Hay seis proyectos que están orientados a las elecciones de 2018 que buscan postular gente contrarrevolucionaria como candidatos a delegados del Poder Popular. Si salen delegados, llegan a la Asamblea Municipal y pueden llegar a la Provincial y sería una manera de legitimar dentro de la sociedad civil a la contrarrevolución, estamos dando todos los pasos para desacreditar eso».
Los candidatos a la Asamblea Nacional tampoco representan Partidos políticos, pero para asegurar una mejor criba, son propuestos por organizaciones de masas controladas por el Estado y el Partido Comunista. Lo anterior asegura que los elegidos sean leales al sistema socialista y al liderazgo del Partido. La falta de una verdadera competencia electoral y de alternativas políticas es uno de los argumentos principales para describir Cuba como un régimen autoritario.
Fernández Estrada explica que el sistema político cubano se caracteriza por un control casi absoluto que limita la capacidad de decisión del pueblo, utilizando comisiones de candidatura para impedir una verdadera participación popular. El sistema ha derivado en un totalitarismo dogmático, con una crisis de producción ideológica que ha generado una desconfianza generalizada hacia las instituciones y una incapacidad para ofrecer alternativas éticas, políticas o económicas viables. Actualmente, Cuba enfrenta una ruina estructural con una economía estatalizada que la ha llevado a la pobreza y al subdesarrollo.
Otra característica que distancia al Gobierno cubano de cualquier estándar democrático es la sistemática persecución de la oposición política. Los disidentes son vigilados, acosados y, a menudo, encarcelados bajo cargos de delitos comunes o de «peligrosidad predelictiva».
En tanto, la censura en Cuba es un mecanismo clave para mantener el control del discurso público y evitar la difusión de ideas contrarias al régimen. Las libertades de expresión, asociación y reunión no existen en la isla. Las manifestaciones públicas no convocadas por organizaciones afines al Estado requieren permiso gubernamental y rara vez se les concede.
«Hay una lógica propia en el funcionamiento de la ideología como motor y sostén de la sociedad, y es que la ideología siempre presupone una razón descriptiva sobre las cosas. Es como si la Revolución ―que ni existe, pero hablando desde el punto de vista de la propaganda del régimen― fuera legítima por sí misma; nadie podría oponerse a la Revolución y, por tanto, todo el que se oponga lo hace porque es mercenario, está pagado por alguien más o está confundido», comentó Landrove en una transmisión en vivo de elTOQUE titulada «La realidad social cubana vs. la ficción estatal en línea».
Existe un amplio abanico de posibles denominaciones para nombrar lo que existe en Cuba hoy: autoritarismo, dictadura, régimen postotalitario o poscomunista, entre otras opciones sobre las que no hay un consenso.
Sí queda claro que la continuidad del control político por parte del PCC, la falta de pluralismo político y las restricciones a las libertades civiles son indicadores de un sistema que no se ajusta a los estándares democráticos.
Aunque lo que se llamó Revolución cubana incluyó un proceso de transformación, no todos los cambios fueron para bien. La educación, la salud y determinados programas sociales ganaron el apoyo de millones de personas, pero detrás de las medidas había un poder consolidándose y gestionando su sostenimiento en el tiempo.
La Revolución cubana terminó hace más de cuatro décadas y seguir nombrándola como si el tiempo no hubiese pasado no solo es una incongruencia teórica y conceptual, sino que es una traición a la realidad social que viven millones de cubanos.
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